En Nueva York, hacia el 20 de enero del 2007, la siempre controvertida trasnacional Monsanto, la que insiste en vender el cebo de culebra de su ventolera transgénica, fue declarada culpable de meter gato por liebre al presentar a uno de sus productos como una divina pomada. En el juicio se demostró que todo era falso. Entonces la empresa tuvo que pagar sus buenos billetes. La credibilidad de dicha entidad ronda el cero. No ofrece garantías ni en la venta de herbicidas, la producción de semillas y sus ofertas biotecnológicas. Por ello las acusaciones contra sus hazañas abundan en todas partes. Es ya un periódico de ayer, menos en la Amazonía.
El fantasma de la introducción de los cultivos o los productos transgénicos recorre estas tierras. De un tiempo a esta parte aparece ese cuento como una amenaza. Los expertos dicen que ocurrirá una devastación si entra ese tipo de cultivo en el bosque tan peculiar que nos alberga. Para comenzar, el campesino no podrá seguir produciendo sus propias semillas y pasara a depender de las semillas ajenas. Para continuar, las tantas especies nativas tendrán que ser modificadas genéticamente en aras de un engañoso rendimiento: su desaparición será inevitable. Y para concluir, nuevas plagas aparecerán en el horizonte agricultor debido a tantas alteraciones o manipulaciones.
La tecnología transgénica no tiene pierde. Al margen de sus vandalismos denunciados, de sus publicidades engañosas, de los daños que hace a la salud de los consumidores, diseña un circuito cerrado de producción, monopoliza todo. De manera que, como tantos otros, no estamos de acuerdo con ese tipo de cultivo en nuestro bosque. Mejor sería diseñar una verdadera política agraria, que no sea solamente el socorrido crédito al campesino, la estimulación de ciertos sembríos y otras hierbas que no rinden frutos perdurables.