El ídolo de los peloteros, Diego Armando Maradona volvía a leer golosamente la carta enviada por el caribeño Fidel Castro, cuando fue alzado en vilo, engrillado, puesto en carro celular y llevado a rastras a una cárcel del Perú. El astro argentino estaba detenido y nada sabía de su delito. Confusamente entendía que él mismo en persona había falsificado nombres y fechas para hacer jugar a unos pinchones en la selección de menores de los peruanos. El nada sabía de esas andanzas y tuvo que contratar a varios abogados de su país para que le sacaran de ese entripado.
Las malas lenguas decían que el pelotero gaucho estaba encerrado porque había metido la pata en ese feo asunto de la blanca. Algunos insinuaban que no quería pagar la pensión a algunos de sus hijos callejeros. Este cronista logró infiltrarse en los más secretos laberintos de la alta investigación policial para conocer la verdad. Pero cuando estaba a punto de saltar con la primicia ocurrió que apareció el grande ministro Daniel Urresti. El alto funcionario estaba de rodillas, lloraba con todos sus mocos y pedía disculpas al pelotero albiceleste, al pueblo argentino.
Todo había sido un error de los datos de los investigadores, de los soplones. El pelotero argentino nada tenía que ver con el asunto y su orden de captura desbarraba por el barranco. Había sido confundido con un pelotero perulero que era hábil en la finta, a la ley, y que se llamaba “Maradona” Barrios. El verdadero Maradona, cuando supo de qué se trataba el asunto, le hizo un juicio a la nación de los incaicos y logró una ganancia que no se podía medir por lo excesiva. De nada sirvieron las súplicas y las invocaciones y los llantos del flamante ministro del interior de aquel tiempo ya felizmente pasado para siempre.