EL EDICTO CONTRA LA LABOR

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En los anales de la esta ciudad novelesca y al revés, hubo un tiempo oscuro, incierto, donde las autoridades gastaban parte de su presupuesto y su tiempo en un episodio inútil. En forma arbitraria, alardeadora, sectaria, combatían sin tregua, batallaban semanalmente, mediante labor de espías o soplones, comando de batidas despiadadas, persecuciones implacables, detenciones y encarcelamientos, un delito que no existe en ninguna crónica roja del mundo conocido. Era el año de 1935 cuando se impuso, mediante un decreto edil de marras, semejante bochorno.

Las víctimas de la ley era pacíficos  ciudadanos que no cuadraban a nadie en las esquinas, que no rompían con patas de cabra u otro animal puertas reforzadas, que no escalaban techos como acróbatas nocturnos y secretos, que no hacían mudanzas aprovechando la ausencia de los dueños.  Pero eran acosados por las hordas uniformadas, zamaqueados a gusto y confinados en celdas sombrías, como si fueran ilustres miembros de uno de los gremios más eficaces y emprendedores de la urbe novelera: el del hampa. ¿Qué feroz delito cometían esos pobres parroquianos de ayer para que padecieran  tantos maltratos?

En la metrópoli aislada del resto del mundo, hasta de sí misma, los furiosos uniformados, provistos de armas represivas, como cachiporras, varas, mazos o pistolas de reglamento, desde tempranas horas del domingo recorrían las calles de la ciudad, buscando a aquellos que trabajaban ese día que era rojo en el calendario, que era feriado, que era día para el descanso. Para hacer cosas importantes, como visitar a la suegra. O echarse a la bartola en la hamaca. O irse de paseo con  toda la tribu familiar. O jugar al fútbol pese a la panza peligrosa. O ir al culto religioso siquiera una vez.

 En ese entonces, donde era impensado y hasta imposible el feriado largo o exagerado o las fiestas de jueves a domingo, estaba terminantemente prohibido laborar las 24 horas de cada domingo. En ese Iquitos de la modorra climática o espiritual, del relajo tropicalizado, del reposo provocado, que no se distinguía o distingue precisamente por su comportamiento laborioso, salvo algunas excepciones, no se podía hacer nada ese día. Nada, ni trabajar, bajo pena de varazo, de prisión preventiva. Los pocos que disfrutaban de esa medida arbitraria eran los que amigos de lo ajeno, los que gustaban ser vividores, los que confirmaban aquello de que se podía vivir a costo de los tontos.

No había otra alternativa cada domingo en el Iquitos del pasado reciente, desde el amanecer hasta el anochecer de aquel feriado. Lo único que se podía hacer era disimular las ansias de perderse en la labor, las ganas de hacer las cosas de siempre. El resto era quedarse obligado en casa, anclado en una especie  de siesta permanente, perdido en labores  de limpieza o de cocina. O se podía salir, disimuladamente,  a jugar cartas, bingos, dados, tómbolas u otras diversiones para calmar la angustia provocada  por esa lamentable prohibición oficial. El edicto no prosperó, afortunadamente. Fue derogado y borrado del mapa.   Porque si hubiera perdurado en el calendario  hasta el día de hoy, está ciudad sería un infierno.

El grueso de la población iquitense vive del esfuerzo inmediato, de la labor en el momento, de  la ganancia del día. No tiene un sueldo seguro y garantizado cada quincena o cada fin de mes. Debe esforzarse cada día para parar la olla. No existe el descanso como una costumbre entre sus planes de existencia. El domingo como feriado o descanso es una ficción. La frase aquella que dice que si no trabajo no como,  es aplicable a una buena cantidad de la población que, además, práctica el arte del recurseo como una estrategia de capear los días, de no rendirse.