En 1560 la población entera de Santa María abandonó, de improviso, su lugar de costumbre y se marchó para siempre. La forzada partida fue impulsada por el terror que imponían las hordas portuguesas. Estos ingresaban en territorio peruano, asolaban aldeas, tomaban prisioneros y los vendían como esclavos. Era entonces el destierro que afectó durante décadas a lo oriundos de ese tiempo. Siglos después, ahora mismo, miembros de algunas comunidades de la antigua nación Ticuna, que habitan en la provincia de Ramón Castilla, tienen que abandonar sus territorios. Es otra vez la maldición del destierro que afecta a indígenas de estas tierras.
El motivo de la nueva huida, del forzado éxodo, es la presencia amenazante de otras hordas. Estas pertenecen a la mafia de narcotraficantes sin escrúpulos. Estas mafias, armados hasta los dientes, incursionan en esas tierras con dueños ancestrales, lanzan amenazas, cometen atropellos violentos. En el cronograma del delito quieren esos lugares, lugares ancestrales, para levantar campamentos de maceración. Y exigen que los Ticuna se marchen sin retorno. La situación es alarmante, pues ya murieron cuatro personas, varias escuelas se han cerrado y los profesores han huido.
En la lacerante historia de los destierros indígenas amazónicos, el precio final puede ser la extinción. Los moradores de Santa María acabaron dispersos y errantes después de una cruda y cruenta guerra. Otros linajes perecieron después. En esta hora feroz para esos habitantes esenciales del bosque, los desterrados Ticuna, se impone una estrategia de recuperación de esos ámbitos perdidos. Es decir, se impone como una reivindicación histórica, que ellos y ellas regresen a sus tierras donde han siempre han vivido.