Escribe: Percy Vílchez Vela

Los Timberos
Los Timberos

Los aberrantes jugadores cotidianos invadían espacios públicos, ámbitos colectivos como veredas, plazas, esquinas, estorbando el tránsito peatonal y vehicular, dando un mal aspecto a la urbe fronteriza, denigrando la palabra trabajo.

En su época oscura, antes de encumbrarse en la presidencia norteamericana, don Jorge Washington se ganaba los garbanzos gracias a la contienda del azar, al desborde de la apuesta. Como cualquier modesto ciudadano, que no tenía mayores luces ni atributos, compraba y vendía loterías. En ese  tiempo ese tipo de vicio tenía siglos de ejercicio en la tierra. El juego encontró en el  inquieto y relinchante caballo a su primera víctima. Todavía no se acababa de domesticar a los hermanos de trompa y 4 patas más el infaltable rabo, cuando ya esa afición por la ganancia fácil  se hizo presente y los pobres equinos tenían que correr sin saber la suma invertida, ni recibir después nada de lo obtenido por el afortunado apostador.  Desde entonces la humanidad no ha dejado de frecuentar esa ocupación y a veces ese pasatiempo puede volverse estorbo febril, desviada pasión descontrolada, como ocurrió en el Iquitos de antes.

En la urbe de tantos juegos y jugadores el pobre caballo nunca fue animal de apuesta o de carrera. Su gallardo paso, sus ruidosos trotes, sus relinchos, apenas sirvieron para el transporte público de la silenciosa o crujiente carreta. Pero la demanda por el juego fue presión ciudadana bastante acusada. Tanto que un forastero recomendó a los lejanos burócratas capitalinos de entonces que edificaran una Casa de  Azar para que el Estado, como en otras partes, cobrara su tajada como impuesto.  La eterna frase “No hay plata”, frase que fue pronunciada  por primera vez por el virrey Alba de Liste, pudo ser la lápida que  privó al erario de un ingreso respetable. Pero la pasión del juego siguió de largo en la ciudad lúdica y fue seguro negocio de particulares. Fue consumó obligado de los unos y los otros. Fue, además, consumo de personas no aptas ni calificadas para perderse en apuestas y delirios por la ganancia.

Era el 9 de agosto de 1939 cuando en el diario La Razón un anónimo escriba publicó una encendida crónica contra unos juegos y unos jugadores de última hora que no respetaban a nadie ni a nada, que se vacilaban a lo grande en  cualquier parte, a vista y paciencia de las mismas distinguidas autoridades. ¿Cómo era posible que esos imberbes o viciosos o perdidos tuvieran patente de corso, exoneración tácita o franquicia social,  para perder el tiempo en tonterías que al final no iban a significar  nada en sus pobres y nefastas  vidas? ¿Dónde estaban los cumplidos policías, los estrictos celadores, los probos y respetables ciudadanos para acabar con ese lastre social?  ¿La palabra futuro existía para esos seres extraviados en esos vicios urbanos?

En la biografía del juego en la ciudad oriental del Perú podría predominar el naipe y sus variadas modalidades, el bingo en cualquier parte, hasta en la reposada huerta, el combativo cachito en los bares de mala o buena muerte, el cepo en los solariegos patios. Pero los ludópatas de un poco más  tarde no solo jugaban esos juegos, heredados de una abundante tradición enriquecida por los adultos, sino que se entretenían con novedades que habían arribada a la ciudad. ,  y, además, se entretenían con unos extraños juegos  que en el presente han desaparecido.

Los aberrantes jugadores cotidianos invadían espacios públicos, ámbitos colectivos como veredas, plazas, esquinas, estorbando el tránsito peatonal y vehicular, dando un mal aspecto a la urbe fronteriza, denigrando la palabra trabajo. Mientras los demás se sacaban la mugre para obtener el sustento y el excedente, los jugadores hacían de las suyas. Lo peor de todo no era eso, sin embargo. Era la edad de los jugadores, pues todos eran menores de edad, imberbes inexpertos, seres que hacía  poco habían  dejado los pañales y que probablemente todavía se meaban en sus camas.

Desde la publicación de esa  crónica sin firma han pasado 76 largos años y el juego sigue abundando en la ciudad de Iquitos. Es posible que el anónimo escriba se mortificaría porque hoy por hoy nadie se escandaliza al ver a niños jugando con sus propios padres. Ello ocurre en los recintos populares, ubicados en los alrededores de la urbe donde se realizan encarnizados bingos. Se puede decir entonces que todo tiempo pasado fue mejor, porque es una corrupción notable que se permita esa asociación ilícita en el corrompido mundo de los juegos de azar.