EL CRONISTA DE LA ILUSIÓN DESMEDIDA
El anónimo cronista de antes debió andar cruzado por el infame reinado de los apagones, de los reiterados cortes de luz, de los brutales racionamientos de corriente eléctrica de su época, porque perdió los estribos por tan poco. Alejado de la cordura, desprovisto del equilibrio elemental, escribió en uno de los diarios de la época una exaltada alabanza, un encendido panegírico, un admirado elogio, a la prodigiosa iluminación de un solo foco.
En la ciudad de entonces, era el 11 de agosto de 1940 y el cronista de marras comparó a ese foco ahorrador o no con el mismo sol de los cielos. Para su desatada admiración, el mismo era un astro brillante, encendido, abarcador, que cegaba los ojos, provocaba un calor interior, generaba la sensación de un bienestar inédito como si la dicha fuera un asunto de partículas luminosas o lumínicas. Tanta huarapo a algo tan pobre, un solo foco, era en realidad una liberación de angustias, una expulsión de frustraciones permanentes. En aquellos tiempos, que no están tan lejos, el servicio eléctrico era tan malo como siempre.
La cobranza mensual era lo único que funcionaba a las mil maravillas en esos días que parecen lejanos, que semejan tragedias padecidas por otros. No por nosotros, los seres condenados a las tinieblas. La iluminación eléctrica era tan pésima que mejor se veía a oscuras, a ciegas. Los focos de antes emitían una luz opaca, palúdica, amarillenta, generadora, si es que no le interrumpían de improviso, sombras grotescas, figuras amenazantes, estados alterados. Y por eso había que pagar mensualmente. El cronista surgía ilusionado de ese desastre cotidiano y se aferraba a ese solitario foco como si fuera la salvación de las sombras colectivas.
El abundante foco del delirio, el centro de la iluminación definitiva, era parte del alumbrado de la empresa Westinghouse, esa que trajo los primeros aparatos a Iquitos y que tenía su sede en la calle Arica. Desde allí, ese solitario foco, pareció alumbrar la ciudad a oscuras, la ciudad que ya padecía de la tortura que nunca le abandonaría, la de la luz eléctrica. En ese momento, el servicio era obra y gracia de una nueva empresa que prometía el oro y el moro para legitimarse y seguir con la cobranza.
El cronista intuía, sospechaba, que no había mal que durara cien años ni cuerpo que lo resistiera y pensó que la tortura se acabaría. Las cosas estaban maduras para el cambio y describió con brío, con furia, con ilusión, la sorpresa, la admiración, la esperanza en los rostros de los transeúntes que pasaban y repasaban por la calle Arica. Era un solo foco que iluminaba más que todos los focos juntos. Era fácil acabar con las tinieblas, exterminar para siempre los apagones. El foco de la empresa forastera era el grito libertario, el fin de la opresión.
La empresa eléctrica de esos tiempos era la Compañía Maderera Loretana y no iba a renunciar a la jugosa factura mensual. Y, como quien sigue la corriente, como quien se acomoda a las novedades, decidió aprovechar la ocasión. En campañas a todo dar, prometió entonces poblar de focos como el sol los cruceros o esquinas de las calles y las mismas plazas. Está demás decir que esa empresa nunca hizo lo que prometió y los focos verdaderos, los sin apagones, brillan hasta ahora por su ausencia.