Por: Moisés Panduro Coral
Pensaba que todavía nos separaban unos años de la total depravación de la política, del envilecimiento de lo que alguna vez fue ciencia y arte de gobernar las ciudades y los Estados. Pero no, ya se empiezan a sentir los primeros síntomas de su absoluta depravación, de su gomorrización en ciernes y de su sistémico enraízamiento en la mentalidad de la gente como algo normal, pasable, sufrible. Quienes hemos luchado con todos los medios y bajo todas las formas contra esta perversión multiforme de la política no tenemos que pedir disculpas si parecemos pesimistas, pues lo cierto es que conforme pasa el tiempo, se vuelve más difícil combatirlo.
A la conocida podredumbre en la administración pública, se debe agregar el clientelismo, esa forma ruin y vejatoria de ganar votos repartiendo de todo con la plata del Estado, que embriaga a los votantes con abundante alcohol, música y sorteos, y que hace que un movimiento o partido no tenga militantes sino clientes; el compadrazgo que es otorgamiento de beneficios a los allegados, el pago de favores, el tráfico de influencias; el nepotismo o trato privilegiado a los parientes del gobernante en los puestos y en los concursos públicos; y el autoritarismo que con disposiciones y conductas antidemocráticas impone sus designios, a rajatabla o comprando conciencias crematísticas, que es intolerante con las ideas de otros, que busca silenciar las voces discrepantes con todos los medios, en todos los medios y bajo todas las formas.
Como si estos males, no fueran suficientes, ahora ha surgido el conyugalismo cuyos síntomas indican que viene a ser una derivación pervertida de sus antecesores, una suerte de estafa por triple partida, bien trabajada contra los votantes, primero: porque se burla de la buena fe de quienes creen en una candidatura, de sus expectativas y de sus ánimos, segundo: porque desencadena usurpaciones de funciones sin que nadie lo note bajo la figura tergiversada de “comités de damas”, “primeras damas” y ·primeros damos”, “revisores de expedientes”; y tercero: porque contribuye a destruir sin misericordia la frágil institucionalidad de un país que como el nuestro está lleno de brechas sociales y económicas, y con ello, a petardear la democracia.
El conyugalismo promueve que la política se entienda y aplique como un gran negocio familiar, donde las estructuras partidarias interesan nada, los cuadros técnicos se alquilan y se consideran descartables, la visión de futuro es pura finta, las estrategias se confunden con nihilismos, los resultados a obtener no están claros, y las metas no se miden ni se logran. Ahí tenemos a la señora Nadine constituida en depositaria de los aportes financieros de la campaña electoral, asumiendo la presidencia de su partido familiar, poniendo ministros o bajándoles el dedo, llevando la voz cantante del gobierno, a tal punto de desaparecer del escenario al Presidente de la República, su esposo, que a veces da la impresión de ser sólo un ujier, un acompañante, un apéndice de la llamada Primera Dama.
Pero este mal del conyugalismo, una rara mezcla de chikungunya y hantavirus, de dengue y de leptospirosis de la política no se quedó en Palacio de Gobierno donde nació. ¡Ha llegado ya a las regiones y municipios y no hace distinción de género!. Emulando a la señora Heredia, aquí tenemos a distinguidas damas y célebres caballeros con fiebres de altas temperaturas por el poder, representan un insoportable dolor de cabeza para la institucionalidad de gobiernos regionales y locales; son una enfermedad que, en la parte terminal, tuerce los huesos y contrae los músculos (de las manos, especialmente) de jueces, fiscales y auditores.
Tenemos una presidencia conyugal, y para no quedarnos atrás, aquí en regiones y municipios, tenemos gobernaciones y alcaldías conyugales, y para completar el círculo: suegras que mandan, y por supuesto, cuñados y hermanos que se sienten con derecho a ser candidatos sólo por ser parientes de alguien que ganó una elección. ¿Es esto tolerable?.