El pelotero Christian Cueva, luego del bochorno de arrojar la pelota a un jugador adversario en el triste partido Perú contra Chile, se sacó la camiseta, colgó los chimpunes y las medias y se retiró para siempre del fútbol. En la soledad de su habitación, consigo mismo y sus miseria de matón despistado, no pudo soportar  el haber sido tan burdo y estúpido al querer hacer justicia con sus propias manos luego del codazo disimulado que recibió. Era elemental y honroso que le dijera adiós a la pelota y no quiso volver a los canchas pese a las súplicas de ciertos aficionados que le perdonaron la metida de pata en Lima.

Libre de cansantes entrenamientos, de  duras concentraciones, de reñidos partidos dominicales, Cueva se dedicó a jugar pichangas aisladas donde daba rienda suelta a su particular concepción del fútbol de callejón, del futbol arrabalero. Así arrojaba la pelota contra los contrincantes, respondía con patadas a las patadas ajenas, insultaba a los árbitros y, por último, abandonaba el partido antes de que terminara oficialmente. Era su manera de jugar según sus propias reglas y no según las reglas establecidas para el juego de la pelota. Como ya no era un futbolista profesional ya no tenía ninguna importancia que jugara como le diera la regalada gana.

Lo que si era importante era que después, en ciertos meses del año, participaba en reñidas contiendas de perreo, donde se encontraba con varios compañeros de la antigua selección que nunca arribó, ni de visita,  a Rusia.  Sucedió que varios seleccionados,  desde hacía  tiempo, se dedicaban a ese baile como una manera de desahogarse luego de jugar disputados encuentros donde perdían sin atenuantes. Luego de la eliminación dejaron la de cuero para siempre y se dedicaron al perreo con alma, corazón y vida,  como una manera de resarcirse de tanta derrota anunciada.