Escribe: Percy Vílchez Vela
El señor Vicente H, Delgado era un probo y afamado ciudadano. Animoso, vital, no se conformó con desempeñarse como abogado o como vocal de la Corte Superior de Justicia de Loreto, sino que tuvo otros desvelos, otras preocupaciones. Lo que él llamaba cultura, por ejemplo. Amante de los viajes, de las incursiones en otras latitudes, gustaba de frecuentar cualquier país de Europa. Cuando sus labores jurisprudentes le dejaban tiempo y espacio, alistaba su equipaje y se iba como si ya no fuera a volver. Pero regresaba con los últimos inventos para atender cabalmente a sus clientes habituales. En esas aventuras, que ocurrían muy de vez en cuando, adquiría también objetos, aparatos, para utilizarlos después en Iquitos. Uno de esos aparatos fue la linterna mágica.
Para la doctrina cauchera predominante, basada en el paternalismo supuestamente civilizador, esa educación no era un paso o una parte de un conjunto de medidas. Era el único sendero. Y uno se sorprende de las limitaciones intelectuales de personajes que de todas maneras estuvieron vinculados con las metrópolis de antes, con los logros ajenos. Los señores del Centro Cultural creyeron que bastaba con enseñar algunas materias a las personas para que las cosas navegaran con buen viento y aguas despejadas hasta el inevitable buen puerto.
La linterna mágica nada tenía que ver con artes de brujos, con malabares de faquir de esquina o de plaza. El mismo fue inventado hacia 1646 por el jesuita alemán Athanasius Kircher. Era un aparato formado por una caja de madera con un agujero central donde se ajustaba un lente. En la parte inferior de la caja había una encendida lámpara de aceite. Entre la luz de la llama y el lente se colocaba una lámina o plancha de vidrio donde se podían pintar diferentes imágenes. Estas imágenes se orientaban luego hacia una superficie limpia y blanca, una pared o una sábana extendida. Además, se podía poner entre la luz y el lente cualquier texto que era entonces varias veces agrandado. La linterna mágica fue el primer proyector que hubo sobre la tierra. Ese aparato fue una parte vital del funcionamiento del Centro Cultural fundado hace más de un siglo en Iquitos.
El desvelo, el impulso y la iniciativa del señor Vicente H. Delgado fundaron esa entidad el 23 de julio de 1012, según referencia del Anuario de Iquitos, publicado en el año de 1914. El citado vivía en ese entonces en el número 7 de la central calle Fitzcarrald y logró aglutinar esfuerzos varios y diferentes voluntades para fundar ese centro que estaba llamado a cubrir un vacío histórico, una ausencia estructural. Era la primera vez que personajes importantes de la ciudad de aquellos días, que se desempeñaban en las instituciones tutelares, se unían en un colectivo que iba a privilegiar el impacto de la imagen, la seducción de lo visual, gracias a esa linterna mágica que serviría para apoyar las distintas exposiciones de los variados conferencistas. El inconveniente mayor era la visión simplista, superficial, que tenía el señor Delgado de Loreto, la región de los verdores, pues consideraba que esa tierra era nueva y carecía de historia y que no tenía ningún tipo de división o estratificación social, como si el patrón y el obrero fueran una misma cosa, o como si el mestizo y el indígena se hubieran integrado en una comunidad vinculante. La carnicería del caucho, que seguía ocurriendo en ese instante, no contaba, no existía.
En esa supuesta sociedad inmóvil, sin enconos ni conflictos, el camino para abrir las alamedas del progreso general era la cultura. Pero esa palabra no significaba para los miembros de ese grupo lo que significa ahora para nosotros, sino que se encasillaba dentro de los estrechos límites de la educación. Para la doctrina cauchera predominante, basada en el paternalismo supuestamente civilizador, esa educación no era un paso o una parte de un conjunto de medidas. Era el único sendero. Y uno se sorprende de las limitaciones intelectuales de personajes que de todas maneras estuvieron vinculados con las metrópolis de antes, con los logros ajenos. Los señores del Centro Cultural creyeron que bastaba con enseñar algunas materias a las personas para que las cosas navegaran con buen viento y aguas despejadas hasta el inevitable buen puerto. Eso equivalía a civilizar a las hordas ignorantes, término que en ese tiempo hizo carrera y fortuna para ocultar los crímenes.
El cauchero Centro Cultural era ambicioso en su tarea de cambiar el estado de cosas, pero su opción renovadora entraba en conflicto con su falta de sede propia. Desde un inicio, desde la elección de su primera junta directiva, desde la elaboración de su reglamento interno, dicha institución funcionó en un local alquilado, en uno de los ambientes del célebre Alhambra. Ese dato parece una simple anécdota. Pero para nosotros revela la miopía del cauchero que jamás pensó en la ciudad como empresa colectiva, como espacio de todos y de todas. La mayoría de las veces se refugió en su vanidad para construir su propia morada. Los afamados personajes del citado centro nunca pensaron invertir en un local que hubiera cambiado esa penosa historia de ausencia de ámbitos culturales.
Cuando en Iquitos, hace más de un siglo se fundó ese Centro Cultural, la cosecha del caucho seguía como si nada grave estuviera sucediendo en muchos lugares de extracción de ese don de la fronda. En la esquina de las calles Próspero con Pastaza, por ejemplo, el comercio Israel y Cía., aparte de vender las máquinas de coser Singer y los gramófonos de fama mundial marca Víctor, compraba gomas y tagua “a los mejores precios de plaza”. La casa J. Borda y Cía., todavía aviaba “en las mejores condiciones para trabajar jebe en sus gomales situados en los ríos Tapiche, Blanco y Capanahuas”. Por otra parte: “Todas las casas importadoras de Iquitos mantienen relaciones comerciales con los grandes extractores de gomas en este río y muchos poseen considerables extensiones de terreno ricos en árboles de jebe que explotan ellas mismas. Disponen, además, de lanchas a vapor… que hacen el tráfico en ese río, conduciendo a Iquitos las grandes cantidades de goma elástica que se extraen de sus montañas y que se exportan al extranjero”.
Pero el lugar más importante de ese momento en la ciudad, en la región, en el país, vinculado a la era del caucho, estaba en la calle Próspero. En los números 78 y 80 funcionaba la oficina de la afamada The Peruvian Amazon Cía Limited Imp y Exp., nombre oficial de la empresa que tenía su sede en Londres y cuyo fundador y mayor accionista era el riojano Julio C. Arana. Todavía no se cerraba esa oficina en Iquitos, como si no hubiera pasado nada en el mundo de las sucesivas y reiteradas denuncias. Y algunos de los miembros del Centro Cultural, de los mismos conferencistas como el combativo doctor Carlos Rey de Castro, estuvieron vinculados al mayor extractor de la goma en la fronda peruana.