El señor Julio Guzmán, después del fallo de la entidad electoral, renunció a la campaña política, disolvió su extraño partido, dejó de lado sus sueños de convertirse en presidente del Perú y decidió convertirse en cantante. Hasta ese momento había cantado esporádicamente como un aficionado que no tenía mayores ambiciones, pero a partir de ese instante todo cambió, porque afinó la voz, tomó clases de canto, aprendió a tocar varios instrumentos musicales y contrató a varias personas para que le acompañaran en esa cruzada por imponer el arte canoro en el país. Luego de algunas presentaciones en centros comerciales, donde cantó con honda pasión las baladas inventadas por otros, se hizo de un nombre en la farándula, y se propuso tomar las plazas del país.
En la plaza de Armas de Lima, rodeado de sus músicos y de alguien que pasaba el sombrero, el citado comenzó con su decidida incursión en esos espacios abiertos. Era común por aquel entonces encontrarle en esos lugares cantando con sentimiento esas conocidas baladas. En las escasas entrevistas que concedía en aquel tiempo evitaba hablar de política o de candidaturas. Era como si se hubiera curado de esa pasión que durante meses le asaltó en 2016. Nada tenía que ver con sueños de poder, con ganas de protagonismo desde palacio de gobierno. Era otra persona que se entregaba sin reservas al arte de cantar, la verdadera vocación que había descubierto mientras cantaba en un programa cómico de Lima.
En una de esas giras al interior del país, acabó presentándose en la plaza 28 de Julio. Para ese tiempo el antiguo candidato que antes había subido como la espuma en las encuestas, lucía una larga melena que le llegaba a los tobillos, vestía ropas estrafalarias y calzaba unos zapatones que terminaban en punta. Su recital duró varias horas y cantó únicamente agresivas canciones que hablaban pestes de los políticos de todo pelaje.