En la carrera electoral, en la decidida búsqueda del poder, los candidatos competían sin descanso. En las encuestas, de pronto, apareció el nombre de Julio Guzmán. Apareció como de la nada, arrebatando el puesto al dinosaurio conocido como Alejandro Toledo. Parecía que se quedaba allí, con su 5 por ciento. Pero en las semanas siguientes siguió subiendo, dejando atrás a los otros dinosaurios. En un instante, cuando nadie ni siquiera lo imaginaba, acabó en el primer lugar. Desde esa ubicación, poco antes del día central de las elecciones, soportó la artillería pesada de toda clase de adversarios.
La artillería pesada era invasiva, cruenta, y tenía la clara intención de sacarle de ese primer puesto. El nombre de Julio Guzmán pasó a convertirse en sinónimo de lo peor y así fue acusado de extranjerizante, gobiernista, juerguero, mal marido y mal padre. Esas acusaciones no le hicieron mella y él seguía en el primer lugar, antes de la segunda vuelta. Lo que vino a perderlo fue que alguien, un acucioso periodista, descubrió que Julio Guzmán no tenía trabajo conocido y que era mantenido por su mujer. ¿Cómo pretendía ser presidente un ciudadano que carecía de trabajo, que no paraba la olla, que descaradamente prefería ser una carga para su propia esposa?
El nombre de Julio Guzmán perdió brillo y arrastre. El hecho que hubiera renunciado a un trabajo bien renumerado para dedicarse a la campaña fue visto con malos ojos. Pero peor era que su mujer le mantuviera con su sueldo. Muy pronto, el aludido vio cómo caía en las tantas encuestas. En el día mismo de las elecciones Julio Guzmán no ocupaba ni siquiera el último lugar. En el presente, cuando ya han pasado las elecciones, Guzmán ya repuesto de la abrupta derrota, trabaja día y noche en un puesto ambulatorio en la ciudad de Lima. Y por nada del mundo volvería a meterse en el pantano de la nefasta política.