En un lugar de la Plaza Centenario de Nauta, la recia figura del cacique Manuel Pacaya contempla el horizonte. Inmóvil para siempre, preso en su eternidad, desmiente las ruinas de la muerte del ser y, probablemente, se siga asombrando ante el paso del Marañón, ante el tumulto diario de la gente que viene y que va, ante la misma vida que insiste en seguir manifestándose. Hace 180 años, él, junto con otros oriundos que buscaban un lugar como morada, fundó la ciudad de Nauta. Y lo fundó como lugar indígena, como poblado de ancestros, pero el azar y las labores lo convirtieron, en su momento, en la ciudad más importante de la llanura selvática.
Desde su silencio en la intemperie y su soledad sin sosiego, el cacique fundador de antaño contempla el tenso encuentro, la confluencia sin paz, de dos grandes arterias que dan origen al célebre Amazonas. Pero también contempla esa ciudad que ha crecido de prisa y sin orden, excluyendo siempre a los primeros moradores. Estos, descendientes de los fundadores, desempeñan las peores labores, ocupan siempre los puestos subalternos y son víctimas de abusos, de explotaciones. ¿Qué dirían hoy esos olvidados personajes visionarios que imaginaron un lugar posible donde vivir si resucitaran y vieran los maltratos que sufren sus descendientes?
Desde el lugar de la Plaza Centenario el cacique Manuel Pacaya contempla como, cada año, cada aniversario de Nauta, se despilfarra el dinero en diversiones tontas, en desfiles anodinos, en concursos manidos, en auspicios de bailongos que nada de perdurable dejan en la población. Porque celebrar un verdadero aniversario de esa urbe, desde el punto de vista de su origen nativo, implicaría actos que hagan justicia a la memoria antigua, a la riqueza cultural aborigen, a los aportes de estos en la edificación de esa metrópoli. ¿Qué sentido tiene entonces gastar tanto en nada para sólo divertirse, pasarla bien, como en este 180 aniversario, olvidando lo esencial?