El bicho está en casa. Es un inquilino molesto, te incordia, te altera, te quita las ganas de leer a momentos. Te hace pasar malos sueños. Pensar que hace unas semanas atrás se hablaba del famoso coronavirus o COVID- 19, lo veíamos lejos en China, ignorando que el mundo cada vez es más pequeño e interconectado para lo bueno y lo malo. Luego asoló Italia y durante semanas hemos estado hablando y leyendo de su propagación por todas partes del planeta. Así con todos esos precedentes, aparentemente, lejanos se instaló en casa, hemos estado expuestos a él en los viajes en el metro, autobuses, espectáculos deportivos, reuniones. F fue la primera en caer. Me dijo con contundencia y sin dudarlo, “he pillado el virus, tengo fiebre, por lo general, nunca tengo fiebre”. En el trabajo su jefe tenía el virus y posiblemente lo haya adquirido allí o no. Fuimos al centro médico y el diagnóstico le dijeron que, efectivamente, el bicho estaba en su cuerpo. Ella cayó un viernes y yo un domingo, un domingo negro. Desde entonces vivimos separados de hecho. Ella en una parte de la casa, en la habitación. Y de mi parte en la sala, el sofá cama, es mi nuevo centro de actividades y mi reino. Preparo la comida y soy el primero en comer, luego viene ella. Ha trastocado nuestras vidas el virus en cuestión de días. Apenas nos hablamos o nos mandamos mensajes por el watsap. Nos han dicho para priorizar la higiene, estamos en ello y cumpliéndolo a rajatabla. Las fiebres de los primeros días dejan al cuerpo como una piltrafa. El dolor de cuerpo y el malestar es siempre constante, no te deja fácilmente. La cabeza parece estallar. Tienes pocas ganas de hacer hasta las cuestiones más simples. El cuerpo se resiente a igual que la mente. Las ganas de comer se reducen, te provoca repugnancia la comida. Son días muy duros.

 

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