El antiguo ardor

Padre-Maurilio-Bernardo
Padre-Maurilio-Bernardo

(Nota de autor: Escribí este artículo al momento de enterarme de la muerte de Maurilio Bernardo, en julio del 2000. Lo he vuelto a rescatar en la conmemoración de la memoria de uno de los más importantes maestros que tuve y una forma de acceder al fuego y la pasión que evoca su nombre)

Aquella mañana de noviembre de 1992, arrodillados sobre el suelo de cemento de uno de los salones del San Agustín, con las manos atrás, ladeados por nuestras carpetas, mirando a la pizarra, sin más sonido que el bullicio matutino de la plaza 28 de Julio, los alumnos de religión del cuarto año de secundaria pagábamos una enésima deuda con la disciplina.

Sentado, hierático, el alto, huesudo y elegante profesor contemplaba impasible nuestros rostros, buscando encontrar aquel capaz de delatar cansancio y arrepentimiento. Era obvio: buscaba vencernos por lenta agonía. Pero, ¡ah!, nosotros éramos adolescentes, jóvenes caballos indomables repletos de deseos; nada podía detenernos en teoría.

En la furia de mi orgullo herido, arrodillado aún, escribí de un tirón cierto panfleto que atacaba el supuesto autoritarismo del profesor, papel que como reguero de pólvora pasó de mano en mano entre mis compañeros, los cuales, solidarios y adoloridos mostraban su aprobación con sonrisas. El libelo llevaba como título “Maurilio QEPD”. Minutos más tarde, sonaba la campana: la hora de clases había culminado. El profesor se retiró sin decir nada y nosotros festejamos esa victoria con la alegría envuelta en la más evidente traición de Pirro.

Este episodio regresa a mí en son impertinente. A raíz de cierta infausta noticia que llegó desde Valladolid, busqué entre mis papeles algo que me recordara a un profesor de Religión que tuve. Lo que encontré, para mi estupor, no fue una foto o una carta, de las que tengo varias, sino el viejo infundio escrito con bolígrafo Faber Castell sobre una hoja de cuaderno ahora amarillenta; el viejo infundio, perenne, ignorante, airado. Ruborizado, caí en la cuenta de que el tiempo no pasa en vano sobre nuestras cabezas.

Porque de aquel día a ahora los de la metamorfosis fuimos la XXXVII promoción; no él, aquél que bajo la vigía del Águila de Hipona, allí en el querido local de la avenida Grau, daba lecciones de vida que no suelen olvidarse, clases magistrales sobre la justicia social, la religión, el eterno cuestionamiento fe-ciencia, la democracia, catilinarias contra las dictaduras en una época en que el 80% del Perú alababa el autogolpe de Fujimori. Serio, con cara de palo, profiriendo palabrotas al por mayor, Maurilio lograba con cada disertación la meta final de todo pedagogo: transmitir todo su saber y mensaje a sus alumnos.

La suya no era una lucha fácil, más bien era una batalla contra el conformismo, la abulia, el esquematismo y la mediocridad, monstruos grandes que suelen pisar muy fuerte. Prefería mil veces mandarnos al cuerno antes que aceptar de nosotros ese trabajo a medias, esa idea a medias, esa existencia a medias. No toleraba que fuésemos medio hombres. Siempre nos exigía al máximo, no con tareas ni asignaturas, sino con el desarrollo vigoroso de nuestro pensamiento.

Maurilio sí era un demócrata a despecho de lo que pensé aquella mañana del 92’. Ninguno había provocado en varios esa toma de conciencia, ese fuego interno que lleva a cuestionarlo todo, incluso la religión, cuando algo está mal, es injusto o exuda ineptitud. Maurilio, con su seriedad y aparente distancia, ocultaba un tipo divertido, irónico, inteligente; pero, sobre todo, escondía el ardor propio de los rebeldes, de los eternos jóvenes, de los que no temen decir su verdad aunque duela.

Era tan consecuente en su contradicción que resultaba conmovedor observarlo batirse en duelo con sus discípulos: iconoclasta con ademanes escolásticos; anarquista con modales de socialcristiano; llama ardiente con el rostro de insomne perpetuo.

Chocamos muchas veces, como es natural en una relación en la que no están permitidas las medias tintas. Mantuvimos alguna vez una correspondencia y supo ser cortés y fino con mis balbuceos universitarios. No dudó en ser bronco y directo cuando había que poner las cosas en su sitio. Así, recuerdo muchos dichos suyos que, fuertes y encendidos, me ayudaron a mantener el equilibrio en momentos claves de mi anecdotario personal.

Ahora me doy de bruces con el llanto, la inspiración fúnebre, los sentidos poemas y las lágrimas por una presunta partida de Maurilio. ¿A dónde? Yo no creo que se haya ido. El viejo Maurilio sigue ahí, con sus defectos y virtudes, iluminando con su sapiencia y su fuego fatuo a muchos desconsolados seres que lo recuerdan casi como un héroe. Razones no les faltan a esos mortales: un héroe al fin y al cabo sólo es un hombre ordinario que hace cosas extraordinarias en momentos extraordinarios.

No se hagan falsas ideas, amigos: Maurilio vive; en nuestras rememoraciones, en nuestra risa y en nuestros ojos cerrados. Está ahí, sentado, tomando fotografías con la retina, escuchando nuestros dilemas y envolviéndonos con su saber, su realismo y un par de carajos bien puestos. Mirándonos desde el balcón del SA. Entre esa mirada, uno observa en sus ojos el antiguo ardor desafiándonos, con ira y ternura, a alcanzar la imposible perfección.

Ahí está, más real que nunca, como recitando el inigualable verso de Lucho La Hoz. “Si el alma no es cuerpo/dime entonces qué es/Y una voz me dicta:/Pura gracia, puro ensalmo; pura exaltación”.

Nos vemos por ahí Maurilio, río eterno. El dominó está listo.