Consideraciones sobre la ley seca
El congresista Augusto Vargas, al parecer, tiene definidas aficiones espirituosas, notorias tendencias licoristas. No tanto como consumidor desenfrenado sino como porfiado admirador de los placeres báquicos. De otra manera no nos explicamos su actual obsesión por liquidar, vía Congreso donde no escasean los bebedores, ni los chupamedias, con la famosa ley seca durante las elecciones. Desde luego, ese veto es letra muerta, pues algunos ciudadanos violan sin más esa prohibición y aprovechan esos días del voto en las urnas para dar rienda suelta a su afición por las botellas. Pero ello no significa que la ley sea mala, como suele decirse como consuelo.
La ley seca es una forma de regular la conducta ciudadana durante un acto tan importante. Lo que se debería hacer es perfeccionar la ley. Las sociedades como la nuestra, donde el relajo parranderil, la obsesión por el divertimiento, el amor por los placeres inmediatos, necesitan de leyes que frenen los excesos, detengan las tendencias primitivas. Y dejar sin efecto la prohibición de beber licor antes y después de las elecciones podría generar un caos cervecero, roncero o aguardientero. Exageradamente, imaginamos un escenario de taberna en el momento de la votación, no lejos de la ruptura de botellas, de actos pandilleros de los perdedores.
De acuerdo a nuestro modesto parecer la ley seca debería ser más radical. Lo cual significa que, por ejemplo, se prohíba a los candidatos regalar garrafones o bidones de aguardiente a sus posibles votantes. Allí, en la campaña política, debería comenzar esa ley antialcohólica. Para evitar el embrutecimiento del elector, el compromiso de votar bajo la presión de los engañosos consuelos de la libación. Así la política y el licor dejarían de caminar juntos.