El peligro del inestable presidencialismo
En el inestable Ecuador el riesgo de sublevación es permanente. Es como una erupción siempre en peligro de desborde. Ningún país del continente, ni siquiera el triste Perú donde los gobiernos ladrones y dictatoriales duran demasiado, tiene una decidida inclinación por tumbar a sus mandatarios de la noche a la mañana. Por mandarlos a rodar antes de tiempo, por botarlos del trono sin respetar el civilizado ejercicio democrático. El último de la serie fue un tal Jamil Mahuad que se fue a otra parte debido a una enconada protesta popular. En el presente, el populista Rafael Correa tuvo problemas debido a un abortado alzamiento de policías en la ciudad de Quito.
La costumbre de acabar con los mandatarios mediante la furia de la rebelión es antigua entre nosotros, los latinoamericanos, y es una negación del tradicional golpismo militarizado de burdos generales y sus secuaces oportunistas. En el corajudo Paraguay comenzó esa herencia, en 1542, cuando fue derrocado el mandatario Irala por una protesta de españoles, mestizos e indígenas. Después la historia de esas hondas caídas de presidentes es larga y apasionante. Fuera de anécdotas, revela la gran desgracia del ejercicio del poder continental: su inestabilidad, su precariedad.
En nuestra América ningún mandatario está seguro. En cualquier momento, las contradicciones internas, los inevitables desencuentros que nunca se solucionan, las injusticias de siempre, estallan. Lo ocurrido en Ecuador puede servirnos a nosotros, los peruanos. Hoy por hoy, en este país el subsuelo social hierve. La protesta está a la orden del día. El contenido dique puede explotar en algo más que paros y movilizaciones. La solución es renovar el vetusto, anacrónico y primitivo presidencialismo.