Después del naufragio  

La labor que queda después de la reciente y lamentable tragedia fluvial, fuera de los dimes y diretes, de las mutuas acusaciones, de los lamentos, de los discursos bien o mal dichos, de los costos en vidas y sus lutos, es monumental. Tan monumental que  debería comenzar por el principio. Comenzar  por los puertos. Estas sedes son un desastre, lugares a la deriva, centros de tumulto y aglomeración que no cumplen con los mínimos requisitos para su funcionamiento. No pueden seguir allí, intactos, invictos, como si nada hubiera pasado, como si las existencias perdidas no fueran suficiente motivo para poner las barbas en remojo, para tomar acciones radicales para que nunca más se repita un desgracia de ese tipo.

De acuerdo a un informe confiable, Iquitos sólo tiene un puerto oficial y seguro, el llamado puerto de Enapu. Entonces ese lugar debería convertirse de inmediato en el único centro de llegada y de partida de las naves perfectamente revisadas, verificadas,  y contando con modernos sistemas de seguridad para los tripulantes y pasajeros.  Los otros puertos, los que están fuera de la ley, los clandestinos, los que son como trampas mortales para los usuarios, tienen que mejorar sus instalaciones si es que quieren participar en el intenso movimiento fluvial de la ciudad y los otros lugares de la región.  Si no hacen nada no pueden seguir brindando sus pésimos servicios a los viajeros de aquí y de allá.

Conocemos que después de los dolores, los llantos, los escándalos, que suceden a las tragedias acuáticas, todo queda en el olvido, todo vuelve a la normalidad de los abusos, los excesos, las ganancias en ríos revueltos. No sabemos si en esta ocasión se seguirá el mismo manual lamentable, el mismo catálogo pernicioso. Pero sabemos que si, ahora mismo, no se hace nada pronto, muy pronto,  volveremos  a lo mismo. Es decir, a lamentar los tristes y desdichados costos de otra  tragedia entre las aguas.