Falaz optimismo
En la galopante campaña electoral de estos tiempos abunda el ímpetu del triunfador, el impulso feroz de la victoria como hirviente alud indetenible, incontrolable. Las lágrimas de la derrota no existen, ni los padeceres del último lugar. Porque todos los candidatos, desde los que insisten en repetir el plato, pasando por los que han cambiado de casaquilla partidaria, hasta los que no tienen trabajo y no ganan ni un centavo, consideran que obtendrán el lauro del triunfo en las ánforas. No está en acalorada discusión ni en titubeante duda ese resultado que parece designado por el poder de los astros.
Pero los astros no pueden ser tan benévolos, tan milagrosos. Además, en una sociedad como la nuestra tan agredida por derrotas históricas y colectivas, no pueden existir tantos exitosos, emprendedores, vencedores, ganadores, triunfadores. Sería absurdo que todos los candidatos ocupen el privilegiado primer lugar. Entonces algo malo sucede en las cabezas de estos señores. El optimismo es buen consejero, es saludable, cuando se basa en certeros datos de la realidad, cuando nace de los hechos y no de los deseos o de las suposiciones.
Nadie, por supuesto en su sano juicio, elige la derrota como destino, busca la cola como resultado natural. Pero ese optimismo radical de los candidatos, esa colectiva ilusión de ganar, es sospechosa. En la mayoría de los casos es simple cuento, pura fábula, y es síntoma de algún desequilibrio oculto. El extraviado optimismo de los candidatos va más allá de la simple búsqueda del triunfo, de la simple competencia por el poder. Es una expresión del caudillismo anacrónico, del mesianismo desfasado, de la vulgar mitomanía. Así la desaforada búsqueda del poder se vuelve un episodio digno de la siquiatría.