Muerte antes de las urnas
La lamentable muerte de un ciudadano en la fiesta de una agrupación partidaria que participa en las actuales elecciones, no es un hecho casual, un incidente fortuito. Expresa una exacerbación de la violencia verbal o física que siempre contamina la contienda de las urnas. Las campañas eleccionarias no son precisamente encuentros de principios partidarios, duelos civilizados de caballeros, contiendas donde predomina el debate o el cotejo de las ideas. Todo se desborda, especialmente el encono. Hay siempre, latiendo en su perversión, un impulso hacia la violencia como recurso definitivo.
Esa muerte conmueve el presente subsuelo de la contienda política, enluta la búsqueda del poder y advierte que la necesaria tolerancia no existe. El otro, el rival, debe desaparecer del escenario. La lucha por el pequeño y transitorio poder es sin cuartel ni armisticio. Hechos violentos nunca han faltado en una contienda electoral. Pero no sabemos de muertes defendiendo a su líder. Y ese hecho debería preocuparnos porque puede ser el anuncio de una subterránea corriente que avanza en secreto y que podría desembocar en la costumbre del asesinato político.
En este país el asesinato político no es un recurso reiterado o recurrente. Todavía. En nuestra historia son contados los casos donde la pasión política desembocó en el puñal pendenciero o en el revólver letal. Salvo el reciente episodio de los terroristas matando a candidatos, no tenemos la tragedia de asesinatos políticos como en Colombia o México. Pero tampoco estamos inmunizados contra esa desgracia. De manera que sería conveniente, ante esa muerte lamentable, que se tomen las medidas necesarias para impedir que el asesinato se apodere, en un futuro no muy lejano, de la contienda de las ánforas.