Vivo en el centro de una isla donde la historia traza una línea endeble con los mitos y leyendas. Nos enredamos en los cabellos de Medusa y no sabemos salir de él. No sé sabe si en verdad ocurrió o es la fábula de uno de sus habitantes. Esas incertidumbres también me llegan ¿Soy yo o soy una invención de la palabra de un autor? Muchas veces me cuestiono sí en verdad existo o soy una creación de quien escribe ¿si un día se levanta de mal humor y decide liquidarme?, ¿adónde puedo ir? Soy consciente de la vulnerabilidad en que ando pero sigo para adelante, no me queda otra salida. La humedad de la habitación no me deja dormir a igual que la bulla callejera. No hay un solo segundo de tranquilidad. Los vecinos o los motocarros están dando la matraca las veinticuatro horas. El ruido vomita la ciudad entera. A veces tengo la impresión que aquí se sufre sordera física y metafísica ¿hay alguien en esta ínsula extraña que se dedique a pensar? Seguro que pasaría como un pata que se le va la olla. Leía un diario, que en verdad quedan pocos, porque por aquí nadie lee, que un grupo de personas, con una sola mujer entre sus filas, han constituido una junta ciudadana contra el ruido. Pobrecillos, no sabe lo que les espera. Aquí nadie percibe el ruido, dicen que es una frivolidad afuerina, propia de gringos y de otros bufeos grises. Muestran cara de palo y de pocos amigos cuando escuchan quejarte de la bulla. Te quitan el saludo y te cierran la puerta en tus narices para decirte que no eres bien venido. Los insulares son picajosos con iniciativas como estas. Por eso hay que ir con pies de plomo y mucho, pero mucho, tino. Un día me empeñé solitariamente en hacer campaña contra el ruido molesto (es que también hay ruidos que no son molestos, ustedes saquen sus respuestas) en los medios de comunicación, debo admitir que fue un rotundo fracaso. Partiendo que nadie me ayudó. Los colegas en sus programas radiales donde me entrevistaban no me daban más de dos minutos para proponer la campaña contra el guirigay en que estaba convertida la isla. Afloraban sus ironías contra la campaña, contra mí. Mordiscos en las editoriales resaltando mi cruzada trivial y contra el buen vivir de la isla. La venganza más cruel que la sufrí en mis propias carnes fue cuando uno de los vecinos hizo una parrillada un sábado. Empezó el medio día del sábado y no terminó hasta el domingo a las doce del día. Así con total impunidad y riéndose. Me escarmenté. He mandado a poner doble ventanas en mi habitación, filtros debajo de las puertas y cuando salgo a la calle me pongo tapones en los oídos. Soy un Diógenes pero sin lámpara. Me miran y se ríen, este pata está chalado.