De todos los poemarios que he visto parir –y no han sido pocos, eh- confieso sin el permiso de Dios que “El libro del otro reino” es el que más he consultado. He releído en el aire y en la tierra. En el ordenador, el borrador y, finalmente, físicamente como un número en la bibliografía poética amazónica. Y he sentido satisfacción, éxtasis si quieren. Gerald Rodríguez Noriega, su autor, es un amazónico que si fuéramos un país con cierta normalidad viviría sólo para escribir, y leer, claro está.
Por alguna razón siempre me pregunto cuál es el mejor poema de un libro. Aún de los antológicos. Y creo mi propia discordia, para variar. Y, comprenderán, que después de leer más de cincuenta poemas no ha sido fácil quedarse con uno de ello. Eso de quedarse es un decir. Porque hay preferencias, todas ellas subjetivas.
En estos tiempos de convulsión general y personal ha sido como un oasis reencontrarme con el poemario de Gerald. Releerlos ha sido un bálsamo en medio de esta mediocridad generalizada. Y, sin exageraciones apócrifas, me ha salvado la vida. Sí. La poesía te salva la vida. Es, a veces, como las Sagradas Escrituras para los cristianos. Salva, santifica y viene otra vez.
La poesía de Gerald en “El libro del otro reino”, como bien reseña Percy Vílchez, define “la ambición de incluir las etapas históricas de la Amazonía del Perú (…) El autor ejecuta un largo viaje imaginario a través de los años, a lo largo de los siglos, escuchando las sagradas voces chamánicas”.
Como la poesía es palabra, escritura. Esta semana quiero compartir “Santo privado”, uno de los mejores poemas del libro que presentará editorial Tierra Nueva en Iquitos el próximo 23 de abril. Si lo leen van a coincidir conmigo: la poesía nos salva la vida, nos alimenta el alma, nos purifica. Léanlo.
Santo privado
¿QUIÉN NO tiene su santito posado en el altar de su casa,
en un lugar de su patio, en un rincón del pedestal de su alma?
¿Quién no tiene su milagro íntimo hecho de yeso,
de estampa, de velas y ramos santos?
¿Quién no tiene su cuadro del señor moreno de los milagros,
su calendario de bolsillo, o de sala, con su santo y oración,
su niño milagroso, crespo, negro, rubio, cholo y buen mozo?
¿Quién no tiene su santito en la billetera,
en la cartera del monedero,
en la parroquia del barrio, en el cuaderno de deudores,
en la libreta de los nombres próximos por asaltar o por matar?
Pues el pan es un milagro de todos los días, una moneda en la calle,
un vuelto de más.
¿Qué aspirante a un trabajo no tiene su santito chambero,
qué hombre sin suerte no tiene su oración de Judas Tadeo,
qué celestina, qué presidiario, qué pobre de alguna parte del país
no tiene su Sarita Colonia,
su muertito milagroso de cementerio,
su indigente cumplidor?
¿Qué enfermo, qué timador, qué corrupto, qué político,
no tiene su santo preferido, su parroquia de clase,
su yeso más milagroso?
¿Quién no tiene su santo villano, su milagro salvaje?
Todos tienen su santito,
sus pastores milagrosos de plazas y estadios,
porque simplemente ahora el Dios de la luz ha muerto.