Después de la celebración
La placa de bronce de un metro de altura quedará para siempre como testimonio de que el río Amazonas es una de las siete maravillas del mundo. El antiguo Paraguasú o cualquier otro nombre puesto por los oriundos para nombrar a esas tremendas aguas, es grande desde antes. La certificación no es poca cosa en la medida en que reconoce la grandeza para el planeta de un río con una rica y variada historia. Desde el pasado, desde el instante en que se implantó en el imaginario de los hombres, fue una riqueza codiciada. Apoderarse del negocio de la navegación era una manera de adueñarse del caudaloso río. Adueñarse de las tantas riquezas que producen las orillas era otra manera de usurpar esa maravilla de la creación. El Brasil se adueñó del río en abusiva maniobra.
La certificación echa por tierra la obsesión de dicho país de llamar Solimoes al río que nace de la confluencia del Ucayali con el Marañón, para obstinarse en alardear que el Amazonas nace en suelo carioca. Ese absurdo no es más a partir del reconocimiento como maravilla natural, puesto que nadie habla de esa pedantería brasileña. Ello es un avance en momentos en que la humanidad piensa en el futuro al lado del agua. No lejos de las orillas ni lejos de lo que significa ese recurso. Como nunca antes una riqueza fluvial se ha vuelto importante para los unos y los otros. El mundo será del agua dentro de poco.
La placa de bronce de un metro de alto fulgurará ante el sol. Nos sumamos a los jolgorios, los discursos y las tantas fiestas que ha desatado la ceremonia oficial de certificación. Pero, a su vez, imaginamos que las cosas no deben terminar allí. Suponemos que existe un plan global para sacarle el jugo a ese río nuestro y de tantos. Suponemos, por ejemplo, que existe un proyecto para implementar un pasadizo, un corredor o lo que fuera en la confluencia cerca de Nauta. Suponemos tantas cosas, contemplando las aguas que pasan.