Normalmente cuando una persona sale de su ciudad natal por primera vez, sea por un viaje turístico, laboral o por temas de salud, se expone a nuevos espacios, nuevas personas y nuevas costumbres. Talvez este individuo aprenda nuevos idiomas y utilice otra moneda, y talvez, sea el caso que termine por cambiar de ciudad de forma indefinida, termine cambiando por ende su entorno y quien sabe… quizá hasta a sus mejores amistades. En ese momento la persona que salió de su ciudad natal tiene sin saberlo 2 opciones acerca de su identidad ciudadana: La primera es, soy y me siento identificado de dónde vengo con ‘pana’ y orgullo; y la segunda, tengo acá una nueva oportunidad de encontrar lo que nunca encontré allá, un sentimiento de pertenencia.
Me atrevo a decir que me he sentido tentado muchas veces a optar por elegir la segunda opción, y no por ingratitud, no por rencor, sino porque después de que en reiteradas ocasiones la gente me pregunte: ¿Y cómo son las cosas por allá? No haya hecho otra cosa más que hablar de una ciudad fantasiosa que solo existe en mi mente.
Es verdad, cada uno tiene algo del lugar de donde viene, pero me refiero a ese sentimiento de apego, orgullo y cariño que quizá yo no he sabido distinguirlo de una forma muy clara.
Si, yo soy Iquiteño y jamás he negado serlo. Soy de una ciudad que a pesar de su rica historia, muchos de sus ciudadanos hoy no la conocen. Soy de una ciudad en la que no hay edificios por miedo a errores del pasado (o eso es lo que nos hacen creer desde pequeños). Soy de una ciudad que vive quejándose de sus cuatro ríos en vez de sacar provecho de ellos. Y soy de una ciudad en la que a pesar de que hay gente egoísta que trata de hundirse bajo agua dulce y arena, hay gente con visión a un mejor mañana.
Si yo a pesar de recordar todo esto aun me siento orgulloso de ser Iquiteño, no veo porque tú no lo estés; y creo que algún día encontrare una mejor respuesta que darle a esa pregunta que tanto me hacen.