Por las calles de Juliaca, con aire altanero, se presentó Phillip Butters. No vino a aprender, vino a dar lecciones. Lecciones de esas que se dictan desde la butaca de un estudio de televisión en Lima, con el país dormitando en la pantalla y un micrófono que, como una metralleta, terruqueaba a diestra y siniestra. Pero Puno no está en la pantalla, su medio preferido sigue siendo la radio. Además, el puneño, es de piedra y de hueso, y tiene una memoria más larga que cualquier otro peruano.

En la radio, Butters, acostumbrado a la impunidad de quien insulta a un pueblo entero desde la lejanía, se enfrentó a la mirada seca y la palabra precisa de periodistas y analistas que no le temían. Entre ellos estaba Fernando Salas Tapia, precandidato a la presidencia —que de tonto no tiene un pelo—, aunque no se sabía bien con qué intención. Fue Salas quien lo encaró con la elegancia de un matador que no necesita estoque: “Phillip Butters, te vas a ir de Puno aprendiendo derecho, economía política, y ética y moral”. Y remachó, clavando bien el acero: “Butters, el gran terruqueador nacional, el que con una palabra —‘terrorista’— intenta borrar derechos y lágrimas”.

Butters, que había hecho del insulto un formato de entretenimiento, se sintió de pronto el insultado. “Me estás insultando”, protestó, con esa cara de ofendido.

Salas, firme le paró en seco: “¿Y todos los insultos al pueblo puneño que hacías en tu programa de televisión?”. Ahí, en esa pregunta, estaba el meollo de todo. Butters, se veía por primera vez en el espejo y el reflejo no le gustaba.

Luego vino el periodista Max Lanza, con una pregunta que sonaba a trampa, pero era solo justicia: “Sr. Butters, tomar un aeropuerto, ¿es delito de terrorismo?”.

Butters, dueño de una lógica tan simple como peligrosa, soltó su veredicto: “Sí”. Para que no quedaran dudas, se fue a lo grande: lo comparó con la toma de la Embajada de Japón. Como si la protesta social de un pueblo olvidado, harto de promesas incumplidas, fuera lo mismo que un comando armado.

Pero Lanza no se dejó. Le plantó la pregunta que duele, la que congela la sangre en las venas: “¿Y qué ha hecho la policía al matar a un hermano puneño?”.

Butters, acorralado, tuvo que decir: “Es homicidio”. Una palabra mínima, tibia, para nombrar el calor de una vida que se apaga en el frío del pavimento.

Entonces fue el abogado César Quispe, defensor de las víctimas y mártires del 9 de enero, quien, con la paciencia del que conoce la ley y la injusticia, le explicó que el delito de terrorismo no es una etiqueta que se pega a gusto del cliente. Que ha cambiado desde el año 2000. Que una manifestación, por más violenta que sea, no es terrorismo. Que lo de Juliaca, con sus 18 muertos –14 de ellos en el aeropuerto, acribillados por la policía– no se puede comparar, ni de lejos, con la toma de una embajada.

Butters, al final, solo atinó a refugiarse en su papel de víctima: “Me están insultando, no tengo que soportar insultos”. Parecía un niño grande, un mimo llorón que no aguanta el peso de sus propias piedras. Es que, como bien le encaró Salas: “Tú sí puedes insultar, terruco, a los manifestantes”.

En su confusión, Butters soltó el dato estrambótico, la cifra que delata el pánico: “La policía recogió 40 toneladas de piedras en la marcha de Lima, traídas por los manifestantes de Puno”. En la cabina se rieron. Cuarenta toneladas. ¡Hasta en la exageración se le iba la mano! Quizás serían cuatro, quizás ninguna.

Lo que Phillip Butters no entendió, ahí, acorralado por el periodismo alternativo con las mismas tácticas que él usaba en su programa de WILLAX TV, es que en Puno la palabra no es sonido, es semilla. Butters recogió, en carne propia, lo que sembró desde Lima.

Porque después de la entrevista, la calle lo esperaba. La calle no tenía micrófonos, tenía huevos, orines, agua, piedras, el repudio vivo de un pueblo al que llamó terrorista. Lo expulsaron de Juliaca a huevazos, lo hicieron correr más de dos cuadras y lo obligaron a esconderse durante dos horas en un baño, hasta que la Policía montó un operativo para rescatar al ‘valiente’ terruqueador.

Las pancartas lo señalaban como «cómplice de las masacres de Dina Bolaurte». Un hombre con megáfono amenazó con lincharlo. La multitud, que no olvida sus “metan bala”, coreaba su salida. La Policía formó un cordón con sus escudos, una barrera humana que recibió el impacto de la rabia justa. Butters atravesó un callejón del repudio, un vía crucis de consignas y carteles que gritaban “Justicia para las víctimas de Dina asesina”.

Así, entre huevazos y el frío cortante de la verdad, “el cazador fue cazado. El terruqueador fue terruqueado por la memoria de los que ya no están”.

Como resultado de esta polémica “entrevista”, solo el candidato Alfonso López Chau mantendrá su espacio en los micrófonos de la Decana. Fernando Salas Tapia, en cambio, resultó ser el más beneficiado, colgándose del cuello de Butters para mostrarle al país el desgaste del discurso del “terruqueo”.

Como dice una periodista de Lima, con la lucidez que da la distancia: “Y claro, esto abre los ojos y las conciencias”. En Lima y en todo el país. Porque al final, la verdad, como el viento de Puno, siempre se abre paso. Aunque tenga que llegar a huevazos.

 

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