De desaparecidos y descuidos
El desgarrado canto del Alma perdida o Ayaymama es la metáfora de la desesperación y la angustia que busca en vano a los ausentes, los desaparecidos. Sus lastimeros ayes, sus aullidos desgarrados, honran la memoria de los idos sin regreso. En estas tierras, ese personaje es legión. Desaparecidos han existido en todas las épocas de nuestra historia. Desde los seres que eran desterrados desde sus pagos oriundos hacia otros lugares, pasando por los que caían anónimos en las revueltas o las guerras, llegando a los que se extraviaban en los montes y los ríos profundos y arribando a los que desaparecen súbitamente de sus hogares en el presente. Entre las aguas, hoy por hoy, hay dos personas desaparecidas.
Lo primero que sorprende es la falta de respuesta inmediata para buscar a esas personas que por azares de la fatalidad se perdieron entre las aguas. Es como si se desconociera que el peligro de accidente, de naufragio, está siempre presente en cualquiera de los recorridos, de las rutas en las incómodos y nunca seguras naves. La permanente crisis de la navegación fluvial hace inevitable la tragedia. Es como si ese riesgo no existiera y, por ello, se carece de un plan de contingencia para emprender la búsqueda eficaz. Los días pasan y los desaparecidos siguen brillando por su ausencia. Entre las aguas el tiempo cuenta.
Es demasiado el paso de una semana. A ese paso de ineficacia es probable que los dos desaparecidos pasen a engrosar el ingrato censo que hace padecer al ave mítica citada al comenzar este editorial. Es decir, podrán seguir en calidad de no habidos, de no encontrados. Como tantos otros que no nunca fueron encontrados y que no tuvieron ni el consuelo de un lugar en el sepulcro. Ojalá que ello no suceda. Ojalá que ambos sean encontrados pronto.