Las preguntas de la primera crónica y muchas otras, presumo, siguen rondando en las librerías y en las mesas de hombres y mujeres de la floresta. Nadie puede salir indemne de ese tsunami de violencia que asoló a la selva. Lo sucedido en el Putumayo no puede soslayarse, dejarse de lado en nuestras preocupaciones. Apura y apremia replantearse nuestras ideas sobre la floresta y confrontarlas con otros. Debemos rechazar y combatir las ideas fáciles sobre el desarrollo o progreso que navegan en las agencias de cooperación al desarrollo o de empresarios con un parche en el ojo – está visto que el modelo capitalista en su versión extractiva de la periferia fue y sigue desastrosa, con enormes déficits con las personas y el entorno natural, lo dice también el premio Nobel de Economía J. Stiglitz. Miremos lo que está pasando con la contaminación de los ríos amazónicos como consecuencia de la explotación petrolera en la cuenca de Marañón o de la explotación de oro en Madre de Dios. Por todo esto, nos obliga a no ser nada complacientes y romos con lo que viene de fuera. La experiencia nos enseña a ser desconfiados. No se puede seguir pensando que la tierra de los bosques es un infierno verde; que es la tierra promisoria para las inversiones por los recursos naturales existentes entre otros lugares comunes y tópicos que persigue, desgraciadamente, a la maraña. Tenemos la obligación moral de cuestionarlo todo hasta de nosotros mismos. Por eso es cada vez más urgente la necesidad de generar un hábitat adecuado para una ecología de saberes que nutra de luz la ruta. La floresta todavía navega en un piélago de injusticia. Hay que odiar a los indiferentes en la prédica de Gramsci cuando alegaba que: Odio a los indiferentes. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.

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