Hna. Kaory Alvarado, OSA.
No sabría cómo describir la vida en Iquitos… para mí era muy sencilla, ¡qué pequeño se me hacía el mundo! Me gustaba pasear en moto o en “motocarro”, disfrutaba tanto de esos trayectos, estaban siempre llenos de un cielo azul, un sol radiante y abrasador, árboles, muchos árboles y mucha gente en las calles, nadie era suficientemente extraño, nunca faltaba un rostro amigo. O que la vida se detuviera por la fuerte lluvia, esperar la tregua, disfrutar de ese frescor y luego el olor a tierra húmeda.
La misma vida nos lanzaba a disfrutar de esos horizontes, tan amplios, frondosos, infinitos. Pero al mismo tiempo se nos exigía luchar, así nacieron las famosas “casas flotantes”, la crecida del río era una amenaza que el hombre convirtió en una posibilidad de vida.
Muchos años me ha costado comprender el valor de haber nacido en esa tierra, una tierra en gran parte pobre, muchas veces olvidada o solo querida por sus extravagancias, cuestionada también a causa de ellas. Me daba cuenta de que el concepto amazónico indígena de la vida, de la salud, de la muerte es muy distinto. La vida se nos dibuja de tal manera que comprendemos que nada puede estar por encima de ella y sí, siempre es celebrada, no hay rincón en Iquitos falto de música, música muy alegre, muy viva.
El río vuelve a crecer, aunque bajo otro rostro y la gente vuelve a tener miedo, pero sé que allí está Dios, en ese Belén que conocemos, que tantos dolores de cabeza ha dado, que muchos desprecian, que vieron construir mis abuelos, mis padres y que se volvió la casa de aquellos desconocidos que siempre han sido mis hermanos. Porque finalmente, Iquitos no está tan lejos, no se trata de su problema, se trata del nuestro porque siempre podemos encontrar un padre, una madre, no es solo el coronavirus, es un tío enfermo, un abuelo, un amigo que ha fallecido… yo.