Sobre la biografía de Alfonso Graña
El primer día laborable del 2013, el 2 de enero, en Iquitos se presentó el libro “A diez días del paraíso”, del escritor madrileño Javier Juárez. Así, como hace tiempo, como tantas otras veces, Tierra Nueva continuó con su jornada de ediciones. Luego vinieron otras obras y otros eventos en ese enero que parece un buen anuncio de tiempos mejores en el campo cultural. A continuación un fragmento de ese ensayo sobre un hombre, una ciudad y los jíbaros.
CAPITULO XII
El aeropuerto de Iquitos se semeja a una cicatriz asfaltada que apenas se hace visible hasta que el avión enfila su trazado recto. La impresión es que la selva va a engullir el aparato entre las copas de los árboles, peligrosamente cercanos. Resulta difícil ceder a la sensación de ser devorado por una fuerza que desde la altura se muestra inofensiva, pero que en la cercanía recupera su auténtico vigor. Al tomar tierra la pista sigue pareciendo una extraña concesión que la vegetación permite generosamente, mientras proyectan el viajero inadvertido la certeza de ser un intruso.
A menos de dos horas de Lima nada es igual. Ni siquiera el aire es el mismo, aquí impregnado de la densidad cálida y húmeda del trópico. La pequeña terminal es de una construcción blanca y diáfana donde se agradece la sombra y las corrientes de aire. Todo es sencillo y manual. No hay sistemas sofisticados ni largas esperas. Las únicas anomalías que conmocionan el aeropuerto son las frecuentes tormentas que impiden el tráfico aéreo. Pero ni siquiera entonces parece alterarse el ritmo pausado del edificio. Sigue allí bajo el diluvio, rodeado de selva, resignadamente sometido al capricho de los elementos.
Iquitos es el paraíso de las motos y los motocarros, esos artefactos híbridos y ruidosos que convierten una moto en un trasporte donde puede viajar una familia y soportar cargas insospechadas. Es una ciudad que apenas tiene carreteras, casi nadie necesita un coche. Esa curiosa excepción vierte en las calles un desfile de quince mil pequeños motores revolucionados. Con su estruendo y sus decoraciones naif, selváticas y coloridas, constituyen una de las señas más reconocibles de la capital de Loreto. Durante los veinte minutos que se tarda en motocarro al centro de la ciudad la confusión entre la naturaleza y el mundo artificial del hombre es continua. Casas humildes se improvisan en cualquier recodo a ambos lados de la carretera, usurpando un espacio que la selva no deja de reclamar. Los árboles caen perezosos hasta los límites del asalto, sus raíces levantan el firme y las ramas golpean los tejadillos de nailon y plástico que cubren los mototaxis. Los aserraderos y almacenes de madera confirman que ese pulso no cesa mientras acumulan troncos gigantescos que yacen en las cunetas.
Ese tumulto motorizado se mezcla en las afueras de la ciudad con la multitud que improvisa en la calle un espacio vivo y concurrido, un gran escaparate donde se vende, se compra, se conversa, se toma café, jugos, cerveza hasta que el sol ahoga…