Escribe: Percy Vílchez Vela
En el Perú hay que ser absolutamente mediocre para no despertar la envidia de alguien, dijo el amauta José Carlos Mareátegui. En el indigente, absurdo y mediocre mundillo cultural de nuestro medio, la envidia tiene patas largas aunque vuelo corto. Pero ese vuelo suele ser pernicioso y perjudicial si es que varios de los celosos se juntan para oponerse a algo, para atentar contra alguien, para acabar con algo que no les cuadra. Eso acaba de ocurrir con las antiguas fotografías de la época del caucho que se exhibían en el llamado Museo Amazónico. La insana envidia logró al final lo que buscaba con ahínco digno de mejor causa. Pero lo hecho por esa muestra no es poca cosa.
En la historia de la ciudad de Iquitos entonces aparecieron unas fotos inéditas tenían más de 100 años. Eran imágenes tomadas por la cámara de don Silvino Santos que por gracia del azar cayeron en manos de Jaime Vásquez Valcárcel. En su esencia esas tomas eran la recuperación de la memoria fracturada, de esa memoria incompleta que es un lastre. Vistas a contraluz, esas imágenes documentaban mejor que varios textos la barbarie de una época que tantos quisieran olvidar o pintar de otra manera. Y las fotos demostraron su importancia y viajaron al extranjero, Madrid, La Habana, y estuvieron en varios lugares del Perú como Lima y Yurimaguas. La última estación de esas imágenes era Iquitos, un lugar un lugar donde el ejercicio de la memoria no es precisamente un logro ni un desvelo.
El primer problema fue encontrar el lugar para la muestra. Es sabido que en Iquitos abundan locales para parrandas, bingos y otros divertimientos, pero no para las manifestaciones culturales y donde no hay nada se eligió, en un arrebato de optimismo, el sitio nombrado con pompa como Museo Amazónico.
El sitio nombrado con pompa era cualquier cosa menos un museo. Era deprimente, afantasmado, lleno de suciedades y olvidos, como una ruina asediada por el tiempo. Fue necesario realizar una operación de limpieza elemental, de refacción de algunas partes deterioradas para que pueden encajar esas fotos. Luego entre varios preparamos la muestra confiando en que era necesario que la comunidad en general conociera algo de su historia. Todos nosotros procedimos de buena fe, sin imaginar que se iba a desatar el rabioso perro de la envidia.
Desde el comienzo de la exhibición, desde el día de la inauguración, prácticamente, comenzó a estallar la oposición delirante, ridícula, bruta de ciertos personajillos cuyos nombres a estas alturas ya no es del caso mencionar. Personajillos que se saben incapaces y que no pueden ver que el otro o los otros hagan las cosas. El si yo no lo hago que los demás tampoco lo hagan, es su lema y divisa. Y así surgieron para criticar, incomodar, maniobrar contra esas fotos y las leyendas escritas. No era conveniente hacerles caso, pues no podíamos perder el tiempo en pequeñeces. La muestra de fotos antiguas del caucho instauró algo que en Iquitos todavía es imposible: una exposición permanente.
En Iquitos lo que abundan son los divertimientos diarios o semanales. Que las fiestas se oficialicen desde el jueves hasta el domingo nos pueden dejar perplejos o no pero es una muestra de la indiferencia cultural. Todo pasa a ser precario o efímero. No hay una tradición de continuidad. Las cosas aparecen y se dañan a la brevedad. Y la muestra se quedó meses. Ello hubiera bastado para fuera un acierto. Y ello, imaginamos, desvelaba a los mediocres que no podían soportar que una exposición no se retirara después de unos cuantos días. Allí se hicieron conversatorios sobre diferentes temas. Se hicieron exposiciones pictóricas. . Había un intento serio de evitar lo pasajero, lo transitorio. La muestra cumplió cabalmente con su cometido, porque las fotos se mostraron en algunos colegios de la localidad. Los concursos que se hicieron entre los estudiantes demostraron que el tema del caucho había entrado por la puerta grande.
Lo mejor de todo fue la respuesta del público a la postre. El llamado Museo Amazónico fue visitado día y noche por personas que se demoraban para entender algo del pasado. Era de verse como tanta gente pasaba y repasaba por ese lugar, tomaba fotos, tomaba notas y se iba con una imagen diferente de la época del caucho. En los cuadernos de notas se podían leer las impresiones, las opiniones, las sugerencias de los visitantes. Esos aciertos, suponemos, no dejaron dormir a los opositores de entonces y de todavía. Y así se acabó todo. Lo peor no es eso, sin embargo. No es Tierra Nueva la víctima. Es la ciudad en general.
Los días van a pasar y luego de algún bullicio burdo o de un ruido estéril ese lugar volverá a ser el gallinero abandonado y sucio. Nada quedara en sus paredes desconchadas y ruinosas del esfuerzo nuestro, de las visitas de tantos ciudadanos de ambos sexos. Esa no será una ganancia ni para los mediocres que al fin pueden dormir en paz.