Por: Moisés Panduro Coral
Se vienen grandes cambios en el escenario mundial. Alvin Tofler, famoso analista y escritor norteamericano, tuvo la sagacidad intelectual para describir hace ya varias décadas las oleadas que han configurado la civilización mundial en sus tres grandes etapas. En la primera de ellas, la revolución agrícola, el poder estaba en la tierra y en las cosechas que producía; ese poder hacía expandir y caer imperios, gestó el comercio, impulsó la navegación y activó la construcción de ciudades. En la revolución industrial, el poder estaba en el motor, primero los de vapor, luego los de combustión, los diesel, los eléctricos, etc. que desencadenaron el invento de maquinarias de las más diversas, el delineamiento de nuevos procesos de producción, y la redefinición organizativa de las naciones, ésta última reforzada por la aparición de la imprenta.
Nosotros vivimos la tercera revolución que es la de la información. A decir de Tofler, esta etapa ha roto todos los paradigmas sobre los cuales se levantó la segunda ola, pues en sentido contrario, ha desmasificado la producción y más bien la ha personalizado, pero lo más importante es que el poder no está ni en la tierra, ni en la producción de bienes, ni en el motor o la máquina, sino en la fuerza mental del ser humano para imaginar nuevas fronteras en el uso de la información y su distribución, en la tecnología de procesamiento de datos y su universalización. Los sistemas, programas y redes informáticas han amplificado esa fuerza mental a límites insospechados y nos han dejado en el umbral de una nueva revolución que es la de la creación.
La revolución de la creación va configurando sus primeros elementos: una sociedad del conocimiento, un rediseño total de las perspectivas del desarrollo y el bienestar humano sustentado en organizaciones, gobiernos y ciudades inteligentes. Hay, en estado embrionario, distintas perspectivas del mundo. Por ejemplo, los semióticos dicen que estamos pasando de la escribalidad a la electronalidad con elementos de la antigua oralidad: la red social facebook es un buen ejemplo de este trasvase; la conquista de espacios físicos en otros planetas obligará a replantear nuestros trazos filosóficos, los objetivos de los Estados se alinean cada vez más con propósitos globales de enfoque planetario; ya no hablamos de brechas sociales y cognitivas únicamente, ahora las brechas digitales son sinónimos de pobreza, exclusión y marginalidad, una realidad que exige enfocar la conectividad como un elemento central de la prosperidad humana.
¿Se puede ser prósperos sin conectividad? La respuesta es un rotundo no. Por eso, el joven señor Zuckerberg planteó en Lima, durante la reunión de líderes mundiales de APEC, la suscripción de un acuerdo para apremiar a los Estados y naciones a que liberen del ostracismo cibernético a cuatro mil millones de personas que aún no tienen acceso a internet. Esa liberación pasa por construir infraestructuras de uso múltiple como puede ser, para el caso de nuestra desconectada región, una gran red de vías terrestres o bimodales vertebradoras del crecimiento económico y apalancadoras de procesos productivos que van desde la agroindustria, el turismo y los negocios ambientales hasta la instalación de fibra óptica o la seguridad energética; y paralelamente, por tender una amplia red de servicios digitales que no requiera de cercanías a la fibra óptica.
Somos un país que ocupa el puesto 34 en el Índice de Conectividad, lejos de Chile que está en el puesto 20 y de nuestro vecino Brasil que está en el puesto 26. Un país en el que que sólo un 24.3% de sus hogares tiene conexión a internet. ¿Cuánto de ese todavía pobre puntaje se debe a la menesterosa conectividad de la región que representa la tercera parte el país? Entonces, ahí tenemos un enorme reto para ésta y las generaciones venideras. Tenemos que estar a tono con la dinámica de la civilzación en ciernes, de lo contrario andaremos más perdidos que huevo en cebiche en el escenario de la competitividad global.