Por: Moisés Panduro Coral
Cómo decirte, Perú, la intensidad pasionaria que despiertas en mi alma. La historia de la humanidad registra el surgimiento de grandes civilizaciones, todas admirables, todas con sus proezas arquitectónicas, sus innovaciones tecnológicas, sus lenguas, sus sistemas de organización social, sus espíritus de dominancia sobre otras culturas, sus formas de explicar el universo, sus asombrosas aplicaciones de la astronomía en sus métodos de producción y en sus vidas; pero yo me quedo contigo, con el esplendor de los incas, con la leyenda de Manco Cápac y Mama Ocllo, con la eternidad pétrea inigualable de Machu Picchu, con las indescifrables líneas de Nazca, con los tumis de los chimúes y los mantos de los paracas, con la estela de Chavín, con las canoas y remos de las naciones amazónicas.
Cómo decirte, Perú, el sano orgullo que alcanza las más íntimas fibras de mi ser por haber nacido en ti. Los europeos presumen -y está bien que así sea- de su Volga, su Ebro o su Danubio; los norteamericanos de su Misisipí, los asiáticos de su Ganges y los africanos de su Nilo; pero tú tienes al Amazonas nacido en tus nevados, reunido en tu omagua y crecido en la majestad de su ruta y en la inmensidad de sus caudales. Tienes al río milenario que un día de hace millones de años decidió llevar sus aguas hacia el este y filtrarse así mismo para tener en la oquedad un hermano gemelo. Tienes al río planetario que dirime fuerzas con el mar de los atlantes y nos brinda a los peruanos y al mundo entero la frescura, el verdor y la diversidad de los bosques tropicales.
Cómo decirte, Perú, el regocijo que tengo cuando veo que eres la síntesis dialéctica de la raza humana. Aquí, en tus hijos, está la sangre ancestral de los que durante siglos estelares aprendieron y congeniaron con la naturaleza, venidos en caminata sobre hielos polares desde el norte al otro lado del mar o llegados en balsas desde un continente que se hundió en el arcano de los tiempos, obligados a enfrentar y a convivir con la sequedad de tus desiertos, el aire enrarecido de tus punas y la intrincada maraña geográfica y biológica de tu exhuberante floresta. Aquí, en tus venas, está la sangre del europeo que vino de allende los mares codiciando riquezas, la del africano arrancado de su paraíso y de su libertad, la del asiático que huyó de la pobreza, de la guerra y de la esclavitud. Todas las sangres en una.
Cómo decirte, Perú, que contigo nos sentimos más cerca de nuestro origen, escenario y destino cuántico. Lo palpamos en la madre tierra que nos cobija y nos provee, que sustenta nuestros pasos y nos traslada de un punto a otro, y que recibirá nuestro cuerpo para convertirlo en átomos una fecha del cual quisiéramos tener el recuerdo. Lo sentimos en el mullu afanosamente buscado por los incas como señal y motivo de las lluvias, de la fertilidad, de la provisión divina, de la vida bullente emergida de la profundidad de los mares. Lo vemos en el ayahuasca -el nishi rao de los shipibos- que abre los libros para leer las historias personales, para renovar el cuerpo y el alma.
Cómo decirte, Perú, que ser peruano es un privilegio. La certidumbre de este aserto es incuestionable porque peleamos durante décadas para delimitar tus fronteras, ondeando en el pecho el rojo y blanco de la peruanidad. Participar en la construcción de tu grandeza, desde donde nos encontremos, es un privilegio, porque un día llegaremos a ser el país que soñaron nuestros próceres; la nación piloto que soñó Haya de la Torre, la posibilidad que oteó Basadre, la creación heroíca de la que habló Mariátegui, el país que dejó de ser adolescente que avizoró Sánchez, el escenario multidimensional de la revolución mundial de Seoane, maestros de una nueva escuela humana como lo pensó Encinas.
“Es que Dios a la gloria, le cambió de nombre y le puso Perú”, como dijo el zambo Cavero.