ESCRIBE: Miguel Donayre Pinedo
Leía en un bello ensayo sobre el dolor, “La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz”, de Fernando Bárcena, ese dolor después de un hecho como Auschwitz debería ser un aprendizaje para los seres humanos. Contaba Bárcena en el ensayo, que en la ciudad de Jerusalén, hay una avenida de árboles, de nombre Yad Vashem, en cada árbol hay escrito un número, algún nombre y un lugar, en recuerdo a las personas que fallecieron en la Shoah, en manos de la maquinaria burocrática- administrativa nazi en los campos de exterminio y de concentración. En este caso, Jerusalén como ciudad no solo se une a la historia sino también a la cartografía de la memoria, al recuerdo. Ese ejercicio citadino de la memoria es traer la historia, el pasado al presente, reflexionar, renovar, y a partir de eso, plantearnos lo que se pueda hacer el futuro. En Madrid, hay una batalla en la ciudad entre la historia franquista (o de memoria usurera y poco empática) y la memoria republicana, es un rifirrafe cotidiano. Al leer sobre el bosque de Yad Vashem, mi memoria se disparó a Isla Grande, pensaba si en la ciudad hay monumentos que me llevaran al caucho y sus consecuencias en la vida social. Mi hermano está en esa lucha, como servidor público, en el combate, incomprendido, muchas veces, sobre los bienes culturales inmuebles, que se erigen, a duras penas, en la cidade. El patrimonio monumental es solo una parte de esa memoria que todavía nos falta reconstruir en Ilha Grande. El celo de protección de esos inmuebles se hace incomprensible en los nuevos habitantes, quieren destruirlos en aras, dicen, de la modernidad, ignoran que es un esfuerzo silente y persuasivo para remitirnos a la historia, a la memoria. Recuerdo a unos bobós miraflorinos afincados en la isola, se reían e ironizaban de la protección de esos bienes culturales en la ciudad insular, vale decir que siempre estuvieron desnortados. La protección de la memoria no debería ser solo a las baldosas en algunas calles. Por ejemplo, el Mercado Central, es un bello edificio, pero maltratado y mal gestionado desde el ángulo de protección de los bienes culturales de parte de la autoridad competente. Esos bienes culturales y monumentales no son para romantizar esa parte de la historia, aunque se debería ir más allá. Desgraciadamente, la ciudad nos muestra una historia fragmentada del boom gomero. Como dice la rapera peruana Renata Flores, en una reciente entrevista, “no nos han contado bien la historia”. Al leer el “Diario del Amazonas” de Roger Casement, cuenta que en la cittá se permitía la esclavitud de indígenas, es más, dice que había un mercado, físicamente hablando, un mercado de esclavos. Este mercado existía a pesar de una legislación de entonces que expresamente la prohibía, pero no nos quedemos con ese dato de la legislación, que sabe a poco. Iría un poco más allá ¿En qué parte de la ciudad quedaba ese mercado?, ¿Entre que calles estaba ubicado? Eso nos daría una lección de lo que significó el Putumayo, no solo la construcción de casas y edificios con mosaicos portugueses sino también la explotación y muerte de personas en nombre del progreso. ¿Hay un bosque de caucho en la ciudad, como Yad Vashem, en memoria de indígenas que fueron asesinados en las estancias del diablo del Putumayo? En Illa Gran hay que hacer titánicos esfuerzos para mostrar a las generaciones presentes y futuras como era, entonces, la isla en todas sus dimensiones. Para olvidar hay que hacer memoria, decía alguien. Recogiendo esta información del mercado tendríamos una ciudad más completa, una ciudad para identificarnos con todas sus luces y sombras como lo ha mostrado cierta escritura de los ochenta en la Amazonía, donde la fusión de la memoria, la ecología y la poesía se muestran entrelazadas. A Isla Grande no le debe ganar la amnesia.
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