La alta montaña de plumas y patas amontonadas, de huesos intactos, de restos varios del delicioso pollo a la brasa, cubren hasta ahora el vasto e inimitable territorio peruano. La increíble acumulación de migajas del plato emblemático por donde se le mire y donde se le encuentre a cualquier hora, fue el saldo de la celebración del afamado y jamás ponderado, ni leído, Día Mundial del libro. Nadie sabe cómo sucedió semejante hecho que aparentemente benefició a la industria pollera nacional y, por supuesto, al furor gastronómico protagonizado por cocineros y mozos.
Pero entre los altos círculos de estudiosos del avance indetenible de los chifas y pollerías, se sospecha que la cosa comenzó cuando leyó que en el Gran Perú, nombre también del caserío donde nació para escribir y visitar de vez en cuando las pollerías, anualmente se leía un cuarto de libro. Más o menos algo así como media palabra, o menos, cada 24 horas. En esa medida no entró el libro prestado y o no devuelto, el libro que se leerá algún día, el libro que nunca se abre pero que se muestra a las visitas y tantos otras cosas extrañas. .
Para festejar con espíritu de zapateadora marinera, alegre huayno y contafiante pandillada, invitó a sus mejores parientes, sus mayores amigos y a tantos otros, a una pollería cercana para dar cuenta de varios cuartos de pollo. Entre comer y saber no existía ninguna diferencia esencial para ese ciudadano. La imitación de parte de los demás no demoró en desbordarse. El plato bandera, el crocante pollo al brasero, fue consumido durante varios meses en forma glotona y abusiva. Tiempo suficiente para acabar con la oferta existente. Lo que arruinó esa industria fue la labor de los ladrones que asaltaron pollerías, hicieron desalojos en huertas y galpones.