Embozado detrás de la máscara de No carnavalón, embadurnado de pintura vegetal y sintética, pandilleando alrededor de humishas imaginarias, echando agua con porquerías a todo el mundo, repitiendo el profundo dogma que dice que carnaval manda y nadie demanda, aquel candidato inició su campaña por la alcaldía de Maynas en agosto del 2021. El aludido insistió en jugar las carnestolendas a solas, pese a las protestas legítimas de algunos, especialmente de los otros candidatos, pues faltaba bastante para febrero, para proponer una gestión inédita en toda la historia de la ciudad: la profundización, extensión y radicalización de la parranda del universal rey Momo.
En su declaración de principios partidarios, en la emisión de su doctrina filosófica y política, en la efusión de su doctrina de acción, que fue entregada a la ciudadanía desde un corso surtido de bellas damas que arrojaban agua de pescado a los transeúntes, escribió que el carnaval iquiteño era una fiesta muy rudimentaria, muy provinciana, excesivamente folclórica. Consistía en echarse agua, barro, pintura y porquerías. Consistía en danzar, en dar la vuelta, en chupar, en bañarse después. No interesaba a nadie en realidad, ni podía competir con otras fiestas de prestigio. Era, pues, un desperdicio. El proponía un cambio extremista. El carnaval debería festejarse los 356 días del año.
Es posible que hubiera ganado limpiamente las elecciones ese promotor del relajo, el vacilón, porque su propuesta innovadora fue recibida con alborozo, con simpatía. Pero cometió el error de desesperarse ante las encuestas pagadas. Y para conseguir votos que se le iban, se volvió insoportable. Plantaba a cada rato y en cualquier parte la humisha, pero él mismo se encargaba de agarrar los premios. Entraba a las casas a echar agua a los que estaban comiendo, y se quejaba de la falta de agua en los grifos. Y, finalmente, propuso jugar carnaval con las mismas ánforas electorales.