En los desbarajustes de la justa electoral del pasado 2021 apareció un candidato de armas tomar que aspiraba un escaño en el majestuoso Congreso nacional. Apareció como de la nada. No era nadie, carecía de domicilio conocido, no tenía ningún documento de identidad, nadie sabía si era soltero o casado o divorciado o viudo o mantenido y se desconocía cómo paraba la sartén, la olla o la paila. Pero allí estaba, vestido como el Charro de Moronacocha, mostrando su símbolo que era un látigo castigador, diciendo que a 200 años de la independencia peruana del poder castellano era fundamental revolucionar la decaída, desprestigiada y despreciable actividad política.
En su doctrina personal de renovación de ese rubro figuraba que en el día central de la votación, en la llamada cámara secreta, se debía de poner varias máquinas filmadores, incontables aparatos de grabación y hasta rastreadores con laser, para verificar el momento en que el votante hacía su cutra, su contrabando, su pendejada. Porque ese elector de marras casi nunca votaba por el que le regalaba más, le hacía chupar más, le daba de tragar más. Votaba como a la deriva, como si quisiera mentir con alevosía, como una oscura venganza a los que después mentían. Ello era una distorsión evidente que fundaba el equívoco inicial que arrastraba a los otros males de la política.
En su campaña entonces fustigó a los que estafaban a los pobres candidatos que, inocentemente, gastaban en café, pan, caldo, bocaditos, parrilladas. Para nada pagaban a los dueños de orquestas, a payasos placeros, a cantores de callejón de un solo grifo. Para nada hacían rifas, bingos y otros juegos de azar. ¿Por qué el siniestro votante consumía sin mostrar sus verdaderas intenciones? El manipulado voto no podía seguir siendo secreto, pues no se trataba de un asunto privado, de alcoba, sino de un suceso de masas que tenía que ver con el destino colectivo.