De improviso, las casetas de las tómbolas placeras, se expandieron como ambientes de lujo en todas las ciudades del lúdico y azaroso Perú y sus pelotudos. La acelerada construcción de esas sedes del juego era financiada por conocidas marcas de cerveza, empresas telefónicas, comercios variados y respetables firmas. En sus ofertas diarias, como auténticos ganchos, figuraban autos último modelo, televisores con pantallas verticales, computadoras vertiginosas, refrigeradoras que producían calor, cámaras filmadoras y fotográficas y otros aparatos sumamente modernos. La presencia del público era masiva, populosa.
La suma de tómbolas al por mayor era la estrategia más importante de un candidato a la presidencia de la república del Perú. Apareció de improviso, innovando, lejos de lo tradicional de la política. Lejos de concurridos mítines, de marchas y contramarchas, de discursos petardistas, de regalos a los votantes. Apareció diciendo que la vida misma, la existencia de cada uno, era una redomada tómbola. Luego cantó varias canciones antiguas y modernas, bailó sin piedad ni pareja y sacó de su caja al cuy adivino, al cuy de la suerte, al cuy que iba a decidir el destino de los ganadores o perdedores de esa novedosa manera de hacer política.
Pero, ya sea por decisión propia, por alguna oscura maniobra de las huestes pepekuyistas o por lo que fuera, el cuy se mostró apático, remolón, haragán. Por más que el candidato le insinuaba, insistía, que corriera hacia algún ambiente de la tómbola, hacia el número ganador, el animal ni se movía. Nunca dio a nadie como ganador y los regalos como que quedaron varados. Esta demás decir que el candidato del azar no obtuvo ni el último lugar.