Percy Vilchez Vela
En nutrida caravana de camiones y furgunetas, un hombre corpulento y de baja estatura recorre las calles de la ciudad de Iquitos. De vez en cuando reparte volantes que hablan del campo, de la agricultura, de labores de siembra, del necesario abono, de la cosecha y de la venta a precios de ganga. Luego saca un megáfono y anuncia su arribo con la buena nueva de la chacra propia. De pronto detiene el ímpetu de los vehículos, se baja portando una bolsa enjebada donde están las semillas y el abono que regala a las personas que salen a recibirle. Atrás queda el puesto de alcalde, la campaña por ganar otra alcaldía, el servicio diario en la campaña política.
Nunca pensó don Francisco Sanjurjo Dávila que su vida iba a cambiar radicalmente. Nunca pensó que regalar semillas y abono para levantar la chacra propia en cualquier parte le iba a significar perder interés en todo lo anterior. El era un amante del campo, de la siembra y de la cosecha y quería que los iquitenses se convirtieran en chacareros. No importaba el espacio porque en cualquier parte se podría levantar un sembrío. En la misma huerta se podría poner la semilla para la futura cosecha. La respuesta de la gente fue lo que más llamó la atención del burgomaestre de San Juan. Todos querían sus semillas y su abono para convertirse de la noche a la mañana en sembradores a tiempo completo.
El señor Francisco Dávila, que siempre había soñado con una ciudad agrícola, una urbe chacarera, una metrópoli sembrada, se loqueó con el interés ajeno. Y, como si nada, dejó todo a la deriva para dedicarse únicamente a repartir las semillas y el abono. Fue así como compró camiones y furgunetas e invirtió en la propaganda para implantar una ciudad distinta, una ciudad donde todos fueran productores y no solo consumidores. En poco tiempo esperaba cosechar lo que había sembrado y así siguió todos los días de su vida.