Por prescripción médica y, además, porque el caminar por las calles de cualquier ciudad permite el contacto espontáneo y libérrimo con los pobladores, he reincidido en una costumbre que jamás debí dejar: desplazarme de norte a sur en Iquitos, y viceversa.
Salí desde la calle Trujillo y al voltear por Navarro Cauper encontré los montículos cotidianos de siempre. Era domingo y los rezagos de un día de fiesta eran evidentes. No hay veredas, si por ello entendemos una forma ordenada de desplazarse por la vía pública. Nadie ha pensado en los transeúntes. Y los transeúntes nos hemos olvidado que las veredas peatonales son fundamentales. Toda la avenida Navarro Cauper es un caos. Al doblar por Putumayo más de lo mismo: basura acumulada, veredas semidestruidas, calzadas escaléricas y una confusión total entre lo que se llama pista y vereda, a tal punto de no saber dónde comienza una y dónde termina la otra.
Así llegamos a la Plaza de Armas. La campana de la catedral anuncia las seis de la mañana. En el centro de la ciudad un barredora intenta limpiar lo que una empresa cervecera ayudó a ensuciar solo con el interés de acumular riqueza sin conocer siquiera que nuestro escudo -ya escribió sobre eso el profesor Pepe Barletti- señala que los hijos harán la grandeza, de la ciudad se entiende, no de las cervecerías.
Caminamos por Sargento Lores, ese héroe tan nombrado como olvidado. Así llegamos al mercado Central, donde uno puede tomar jugo de caña tapándose la nariz porque a pocos metros un basural despide una fetidez tan antigua que ese olor me recuerda la niñez, cuando tomado de la mano de mi madre caminábamos por la calle Tambo hacia el mercado a tomar el ponche con masato que, decían, iba a provocar mi crecimiento corporal.
Camino por Moore para ingresar, de nuevo, a Putumayo. Esta vez por la vereda contraria. Y el tiempo pasa y no se detiene. En la cuadra siete, «esqueletos» de motocarros que la Policía mantiene en el lugar porque cree que la vía pública es el cementerio de vehículos. En la cuadra 9 carros abandonados. Fácil están en el lugar una década. Nadie hace lo fácil: retirarlos del lugar. Porque no sirven ni a Dios ni al diablo. Ni al señor que tuvo la conchudez de dejarlos ahí.
Llego a la cuadra diez, el barrio de mi infancia. Ahí donde crecí. Las madres de mis compañeros de aventuras infantiles barren el patio, juntan semillas, recogen inservibles, quizás pensando que esa costumbre no debe perderse en una ciudad donde se ha perdido la ciudadanía.
Cómo pasa el tiempo, cómo se viene la vida. Tan callando. Me da pena mi ciudad. Mi barrio. Mi gente. Será nostalgia? Será que hemos perdido el sentido de la realidad, una realidad distinta a la que recibimos de nuestros antepasados? No sé. No entiendo. Me bloqueo. Me resigno. Han pasado cinco décadas, años más o años menos, y hemos retrocedido en ciudadanía. Pero tengo la esperanza que la recuperemos. No por generación espontánea sino por la convicción que el ser humano tiene que ser siempre la prioridad. Ojalá se arreglen las pistas, las veredas, ojalá nos arreglemos nosotros. Estos caminos de la vida que, no son como yo pensaba, no son como yo creía.