Biografía Zoológica (VII)

550

Es imposible conocer el bendito día en que la terca, tozuda y sectaria mula sentó sus reales en Iquitos. No se trataba del ingreso de un animal más, destinado a incrementar por las puras ese zoológico abundante. Porque no es complicado imaginar que la estampa, el trote, la fuerza bruta, de ese espécimen trajo los renovadores vientos del progreso. Pese a que ese ejemplar, que resulta del cruce entre una yegua o hembra del equino y un burro o asno, no garantiza una saludable descendencia debido a trabas genéticas, renovó los asuntos de carga urbana, de trasporte terrestre y, lo más importante, modernizó el servicio recogedor de la basura compañera nuestra, ese eterno mal de todos los tiempos.

La tozuda mula no rebuzna ni relincha como sus progenitores que suelen hacer sus alardes a cualquier hora. En su idioma personal reina la discreción como si tremiera perturbar oídos ajenos, y gime cuando los hechos lo requieren. Eso hizo de vez en cuando el tiempo en que no había camiones, volquetes, carros compactadores, alcaldes barredores. En ese entonces la terca mula arrastró sendas carretas numeradas de madera que recogían los desperdicios que ya eran abundantes y variados como efusión de una industria local. El servicio de baja policía de entonces, como no podía ser de otra manera, era deficiente de punta a cabo. Pero tamaña desgracia no era culpa del cuadrúpedo.

Era de los encargados de dirigir la cruzada de mantener aseada esa urbe, de evitar el denigrante espectáculo de vertiginosas gallinazos, moscas nada locas, rodadores de bolas y otros empedernidos consumidores de cochinadas. Como siempre. Ante tanta deficiencia manifiesta, cierta vez una mula de armas tomar, que se sacaba la mugre arrastrando todos los días la carreta número tres, pareció enloquecer. Hasta ahora no se sabe qué bicho le picó, que fuerza oculta le impulsó a perder los estribos o los papeles. La cuestión es que, de pronto, se desbocó desde la Plaza a 28 hasta la Plaza de Armas. En su sinuoso itinerario pareció querer sepultar a la ciudad en una montaña de porquerías, porque no soltó a la  carreta que derramó la lisura de sus desperdicios en las veredas, las precarias calles de entonces.

La sectaria mula se parece más al burro debido a su cabeza gruesa y corta, sus orejas largas, sus miembros finos, sus pezuñas estrechas. En 1940 debió hacerse más burro que nunca debido a un encendido debate sobre el nuevo destino del botadero de basura, del relleno sanitario. En ese entonces todos los desperdicios iban a parar al poético Malecón, ubicado al borde del grandioso Amazonas. El debate duró semanas y cada cual en su momento quiso implantar su cerro de basura como si se tratara de una cuestión de orgullo o de vanidad. El relleno sanitario cambió de sitio varias veces. Así fue citado el inmenso río como sepultura de los desperdicios, luego se quiso habilitar un lugar cercano al Mercado Central, después se propuso el polígono de tiro. La polémica parece durar hasta ahora porque hay gentes que no están de acuerdo con la ubicación basurera en la carretera hacia Nauta. La tozuda mula nunca tuvo suerte entre los selváticos.

En tiempos coloniales, en los días del dominio del capitán o del misionero, el señor Protolongo  pretendía escribir páginas gloriosas que enaltecerían su linaje para siempre. Hombre de alcurnia y de furia aventurera, de sueños y ambiciones de gloria, entraba con sumo cuidado a la montaña. En lomos de trotantes y porfiadas mulas iban sus cosas como cargas pesadas. Todo marchaba sobre ruedas, los animales no se entercaban ni gemían. El cielo despejado, la naturaleza, le reconfortaban. Pero algo terrible sucedió. Las mulas se desbarrancaron en un inesperado precipicio, llevando las pertenencias del aludido.

En la segunda cuadra de la calle Morona hay ahora un vacío. En ninguna parte se encuentra alguna referencia a la última estación, al paradero final, de las tozudas mulas en Iquitos. En esa calle se refugiaron esos animales antes de desaparecer. Eran ya otros tiempos en la ciudad, los tiempos de los primeros automóviles. Los propietarios de carretas de madera que había perdido su esplendor, que era ya una nostalgia, se reunían allí a matar el tiempo, a jugar casino, a beber algo, esperando la aparición de algún cliente que requiriera todavía ese viejo servicio de transporte.