Biografía zoológica (V)
En el vasto registro de visitantes a esta ciudad, donde la fauna es más que la flora, es ardua jornada descubrir el momento del arribo de un fornido, esbelto y voraz toro de linaje. Hemos andado en cansantes pesquisas entre los tantos animales que arribaron a esta plaza y se quedaron con sus rebuznos, sus quejidos o sus ladridos. Hemos perdido tiempo en consultas a los memoriosos de estos predios. Hemos invertido horas en revisar papeles antiguos, pero nada. No pudimos descubrir ninguna noticia, ni siquiera un solo mugido, de ese cornudo ejemplar que cierta vez fue requerido desde las altas esferas del pequeño poder provinciano.
En la urbe roedora y de roedores -la ardilla pertenece a esa digna familia zoológica- era el 29 de mayo de 1935, cuando en el rubro de los pedidos del entonces prefecto Oscar Mavila figuró la solicitud, a quien correspondiera, de un magnifico toro, perteneciente a la distinguida y célebre raza Holstein. En la misiva la máxima autoridad agregaba que requería de los servicios de un impetuoso don Juan de los establos, de un imparable reproductor hasta en feriados, de un incansable padrillo, sentimiento que domina a algunos moradores de esta isla de animados animales.
¿Para qué quería un toro de esas ardorosas virtudes, de esas devastadoras furias carnales, el distinguido prefecto Mavila? ¿Para generar una ganadería de alto vuelo como una colonización animal forastera que relevara a la fallida colonización francesa o alemana en la maraña? ¿Anhelaba mejorar la raza tropical del escaso ganado vacuno gracias a ese ardoroso espécimen? ¿Creía que el cruce del toro bravo y las vacas de estos pastos producirían una raza superior de reses? ¿O simplemente quería armar una comilona con la carne de ese fino cuadrúpedo para agasajar a invitados especiales o a sus servidores de ocasión?
La estatua de un mandatario nacional, obra imaginada y pagada por ayayeros locales, fue sepultada por el paso del Amazonas. El olvido lamentable sepultó las huellas del toro reproductor. Es posible que nunca nadie hizo caso al prefecto que de repente tenía una apasionada pasión por la fiesta brava, y el semental nunca vino ni en forma de parrillada. Pero si arribó de repente con todos sus instintos desatados y a punto de reventar, tuvo que mandarse cambiar de inmediato ante la inesperada invasión de vacas callejeras.
Es sabido que la bella ciudad de Iquitos, como si fuera simple pasto o nutrido establo, fue estación de paso de vacas que de repente se escapaban de sus sitios y recorrían algunas calles centrales. Andaban a pie, trotaban, mugían y hasta arribaban a la Plaza de Armas. No era fácil recorrer las arterias invadidas por esas reses. Era mejor quedarse en casa, jugando casino, aumentando la descendencia o simplemente durmiendo. Es de suponer que el ardiente toro de raza, si es que arribó en algún momento, no pudo cumplir con su cometido. Porque ante tanta vaca suelta, de nada le sirvió su elevado linaje, y tuvo que huir de prisa escondiendo los cuernos, metiendo el rabo entre las piernas y renunciando a su condición de padrillo.
En ninguna casa o calle o plaza de Iquitos hay la huella de un toro Holstein cruzado con una vaca local de grandes ubres. No hay una fecunda nueva raza ganadera entre los verdores, por lo tanto. Ello nos empobrece. Porque ante esa carencia, ese vacío, esa nostalgia, ningún líder con visión de futuro fundó el partido vaquero, el partido de las vacas lácteas o no. En estas elecciones que se vienen hubiera sido espectacular contemplar el paso de esa agrupación después del desfile de los otros partidos que han elegido a gallardos animales como símbolos de victorias imposibles, como estandartes de hazañas portentosas.