Biografía Zoológica (III)
El cornudo deporte del toreo, con su zarzuela de orejas cortadas y rabos arrebatados y el asesinato público del pobre cuadrúpedo, no prosperó en esta ciudad animalesca. Los políticos todavía no se ponían nombres zoocráticos, ni agitaban el cotarro con sus imitaciones escandalosas, cuando en agosto de 1932 ocurrió el hecho. Entonces un atrevido empresario, uno de esos que querían sacarle el elixir al espectáculo, al circo, imaginó una temporada en un lugar sin ganadería y sin toreros, pero con cornudos pasivos, pacíficos o tolerantes.
En un lugar donde no florecía una plaza taurina, ni existía la costumbre de la fiesta brava, ni se conocían los oles, el empresario de marras se las ingenió para abrir un ámbito en el célebre Alhambra, poco antes de que se quemara para siempre. Es difícil creer ello pero así fue. No sabemos por qué razón no eligió el ámbito de la plaza 28 de Julio que en esos días era un sitio con malezas para levantar su ruedo, su pasto para la masacre del pobre toro. Ignoramos de dónde sacó los animales para el estreno y de qué lugar del mundo eran los adornados y ajustados toreros.
En el aviso correspondiente que salió en los diarios de la época se puede todavía leer lo siguiente: “Ponemos en conocimiento del respetable público de esta ciudad que aproximándose la inauguración de la temporada taurina, para mayor comodidad y economía de los aficionados, hemos acordado abrir un abono por 4 corridas”. El párrafo parece redactado por alguien ilusionado en hacer un negocio redondo. Es posible, además, que el aludido soñara con iniciar la tradición de las orejas cercenadas, de los rabos arrancados, de la sangre vertida. De ahí que ofreciera esa ganga como treta o trampa. El palco, con 6 asientos, costaba 30 soles o 120 soles si esas personas asistían a toda la temporada.
En el bar de El Alhambra se procedió a la venta de las entradas para el estreno de esa torcida fiesta. El asesinato es un horror en cualquier parte. Y la matanza de un toro no puede ser una obra de arte, como pretenden los defensores de esa barbarie. Pero eso es otro tema. Hubiera sido colosal conocer a las personas que asistieron a esa despedida de la masacre taurina. Imaginamos que fueron tantos y tantas seducidos por lo forastero, ganados por el prestigio ajeno, arrastrados por el espectáculo, el circo.
El torero ajustado y sus piruetas en el ruedo, su trapo rojo tramposo y sus puñales o su espada oculta, cayó en vacío en una metrópoli bastante influenciada por los animales. No próspero la tarde de estocadas, de banderillas y de sangre. Las corridas de toros en Iquitos solo ocurren cuando algún ejemplar se escapa en los puertos. El resto es un vacío de oles que a nadie importa. La extendida sociedad del espectáculo, el dominante mundo del circo, manías que se repiten siempre en Iquitos, no funcionaron taurinamente. Entonces, en la ciudad animalizada, no entraron los astados toros, pero quedaron los cornudos.