Biografía Zoológica (Final)

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En el laberinto rojo de Londres, en Park Lane,  hay ahora un indispensable monumento que no rinde honores a algún héroe sacrificado en el campo de batalla o a cualquier hecho prestigioso del rubro de las armas. Es un sentido homenaje, una puntual referencia, a la lesionada memoria de los animales sacrificados durante la carnicería de la primera guerra del mundo. La estatua es de bronce y fue obra de David Blakhouse y se queda corta en su civilizada reivindicación, en su ímpetu de justicia en la escala zoológica. Porque en la humana historia de las guerras sin cuarteles los animales jugaron un papel de primer orden.

El robusto oso de nombre Woyeck fue asimilado al ejército polaco y, en aras de gratificar algunos servicios de mascota, ascendió al grado de ayudante de artillero. Ese es el más alto grado militar que obtuvieron los animales en toda su historia. Antes, ni los aplastantes paquidermos, los monos incendiarios, los perros bomba, los murciélagos espías, las palomas mensajeras, los delfines y cualquier otro efectivo del género no alcanzaron ningún grado y tampoco una recompensa. En Iquitos los animales la pasan mal y pueden llegar a ser estorbos sin derecho a nada.

Salvo una que otra figura por ahí, un delfín  rosado por allá, en esta ciudad no se cultivó nunca la horna a la excelsa figura de esos seres que tanto han dado a través de los años y las generaciones. En ninguna parte existe una estatua invicta e imponente, un momento monumental, que agradezca la notoria influencia de esos seres tan cercanos a hombres y mujeres. Nos parece excluyente, discriminador, que en la entrada principal de la metrópoli, en los puertos populosos, en los edificios oficiales, en las fachadas de los mejores hoteles, no figure una ardilla escurridiza y roedora.

La palabra Iquitos significa eso y tampoco hubo nunca un partido local con ese nombre, pese a lo ágiles  y hábiles que fueron tantos políticos para sacar la tajada, para esquivar el cuerpo, para desaparecer en el momento menos pensado. Ello es un vacío. Es el tornillo que falta en el plano de la gran urbe. La palabra ardilla no es por los puros aguajes, por la ocurrencia de las pepas. No está pintado en la pared de enfrente. Es una expresión que dice tantas cosas, que explica a ciertos iquitenses de malas costumbres.

Un forado en la arquitectura urbana de Iquitos es que los líderes con apodos animalescos, los partidos con nombres o símbolos de cuatro patas, jamás estuvieron a la altura del designio zoológico de la política. Nunca pusieron de la suya o la ajena, como en campaña para conseguir votos, para alzar un homenaje de concreto a sus opciones y preferencias, y en ninguna parte hay boqueantes boquichicos, rugientes y fieros otorongos, ladrantes cachorros, habladores loros, nadantes peces y gallardos gallos de corral.

En aras de la elemental justicia, de reverencia a los animales de aquí y de más allá, de respeto a la historia, sugerimos al señor Jorge Mera, el candidato del presente que más apela a la fuerza histórica de un animal, que edifique palmo a palmo una estatua colosal con la figura del gallo y sus tantas gallinas. Le sugerimos que sea una obra viviente y que el gigantesco gallo, cada cierto tiempo, escarbe con rapidez, agite sus alas, estire el pescuezo y cante  desde la madrugada hasta el mes entrante.