Los tremendos banquetes del poder (II)

En la suculenta historia de las panzas de los sibaritas emperadores romanos queda toda una época. La codiciada era de los poderosos que más comieron y bebieron mientras ejercían las altas funciones de mando. No hay en la humanidad gente tan tragona y adicta al potaje como los césares de Alba Longa. Ellos solos, con sus familiares de sólidas papilas gustativas,  sus parientes de doble fondo y sus encebados invitados a la buena mesa,  se zamparían todo un presupuesto de hoy. Ellos mismos se llevarían de entrada un surtido mercado de rojas carnes, pescados y sus variados sabores y todos los granos de varias sementeras fértiles.

Para los emperadores romanos gobernar  no era nutrir a la población, como uno podría esperar de sabios líderes que edificaron un imperio, de eficaces seres que convirtieron una aldea rural en un reino poderoso.  Era también comer con glotonería, tragar a varias manos, triturar cualquier cantidad de preparados,  como si ello fuera clave en la eficacia de las políticas estatales. Comer no era una forma de saciar el hambre. Era un ejercicio de la vanidad más pedestre. Comer era un supuesto pasaporte hacia el prestigio.

El banquete romano ha entrado a la historia como fuente de exceso, de desborde, de despelote. La mesa servida desde los antros del poder, desde la ambición estomacal del emperador antiguo, no se detenía en gastos ni se fijaba en distancias. Complacer la lengua de un exigente líder de ese tiempo era una tarea delicada. Las naves podían recorrer grandes distancias, buscando algún capricho de un glotón de marras. El ejercicio del poder como que les daba franquicia para obsesionarse por los  sabores.

La pluma de cualquier ave, que tantos romanos llevaban entre sus cosas,   no era un simple adorno, un curioso ornamento. Era un arma para frecuentar el exceso. Cuando sus panzas estaban más que repletas, los líderes se iban al vomitorium, se metían la pluma en el gaznate hasta sacar todo lo masticado y tragado. Es decir, vomitaban hasta sus entrañas. Todo para seguir comiendo lo que estaba ante sus ojos. No podían renunciar a los potajes. Afortunadamente, esa horrenda costumbre no arribó hasta nuestros días, pues sería  una ofensa que algún  poderoso meta la pluma en su garganta ante las cámaras televisivas.

Entre tantas mesas servidas, aromas de distintas carnes, preparados expuestos con sus sazones, potajes exquisitos y bien aderezados, botijas de excelente vino, es muy difícil elegir al más tragón  de los emperadores  romanos. Es imposible relegar a cualquiera a un segundo lugar, porque sería como denigrarlo.  Al parecer, cada cual pretendía hacer astillas al otro en los asuntos alimenticios, en el campo gastronómico.  La mayor guerra que llevaron en secreto no fue contra algún enemigo armado. Era comer más que su antecesor o su sucesor. Comer más que nadie en el mundo, sin gastar ni un centavo de la suya.

Un poeta romano, precisamente, se encargó de desnudar la trampa del banquete de los fieros líderes de Alba Longa  que solo contentaba algunas panzas. El resto ni siquiera era invitado a contemplar las sobras.  Marcial, quien comía muy bien recitando sus versos hirientes, lanzó la famosa frase  del pan y circo, y acertó porque describió al poder en su esencia inevitable.  Entre tanto gasto del erario en mejunjes saboreados por afortunados, quedaba para los más un poco de comida y el divertimiento populoso.