ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Siempre me ha intrigado saber qué pasa por la mente de esos personajes que, ya sea echados en los puestos de venta o en el suelo de los diversos mercados, toman licor permanentemente. ¿En qué mundo viven, tienen instantes de lucidez? Ya sabemos que toman preparados que no pasan por ningún control de calidad. Chuchurrín se llama el licor que toman y los que estamos en mundos diferentes a los de ellos utilizamos esa palabra no sólo como desprecio sino con evidente discriminación.
Los que hemos bebido cerveza también sabemos que ese licor amargo nos alegra momentáneamente la existencia porque nos lleva a un mundo irreal del que quizás hasta prefieran algunos no regresar. Siempre me ha producido enigmas las cosas que pasan por la mente mientras uno está con los efectos de esa mezcla de lúpulo, cebada y trigo. Hay muchas teorías que explican y complican sobre el comportamiento de las personas bajo los efectos de la cerveza. O del licor en general. De hecho que se ingresa a un mundo donde las cosas tienen valores distintos a los normales. Y por eso se cometen excesos y decesos, como se podrá ver en los registros periodísticos.
No han sido más de tres oportunidades en las que he intentado infructuosamente experimentar los efectos de la marihuana. Siempre me ha producido interrogantes no resueltas ver a más adultos que jóvenes fumarse un porrito -del color que sea- y apreciar que se trasladan a un nuevo -no sé si peor o mejor- en el que por lo menos gozan de un comportamiento desprejuiciado y libérrimo. Hay mucha gente que se escandaliza al ver a personas con los efectos y/o defectos de la marihuana. Yo, felizmente, no. Aunque siempre he recomendado mejor no llevarse por la curiosidad juvenil de probarla, en las oportunidades que he intentado consumirla no he llegado a los niveles que, dicen mis amigos marihuaneros, se permanece extasiado.
Me bastó una sola experiencia con el ayahuasca -ojalá pudiera tomarla con más frecuencia- para que esa soga de los muertos me diera más vida. Por los predios de Manacamiri, cerca a esos montes que se conoce con el nombre de Yurmamaná, me he desvelado de manera fructífera escuchando ícaros y viendo las imágenes más futuristas que pueda imaginarse. Igual que he repasado mi pasado con esos efectos del ayahuasca también creo que hay cosas que la mente no es capaz de recordar. Por eso mismo nunca he terminado de descifrar las alucinaciones que tienen esos hombres y mujeres que no pueden vivir sin sesiones ayahuasqueras.
Ahora que ingresamos al tramo final de una campaña electoral y ver a los candidatos con propuestas irrealizables me he puesto a pensar en los alucinógenos. Y no sé si ellos lo consumen o a quienes nos obligan a ir a votar también ya andamos con alucinadas. Creo, de tantas elecciones vividas, que los candidatos viven una realidad que no están dispuestos a cambiar y que desde el mundo donde habitan quieren dar recetas que no servirán para mejorar la vida de los demás. Ya sea con chuchurrín, cerveza, marihuana o ayahuasca ya estoy por convencerme que el mundo al que nos trasladan es mejor que la tierra prometida por esos individuos que quieren gobernar el país cuando no gobiernan ni sus mentes.