ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
¿Alguna coincidencia divina explicará que haya sido en la Universidad de Matanzas, en Cuba, que se estrene el recorrido literario de “El país de los errantes” que tiene como protagonista geográfico Matanzas, en la zona de El Putumayo peruano-colombiano, donde se produjeron hechos que hasta hoy generan polémica? Entre otras interrogantes que nos planteamos como lectores la que acabamos de escribir es una de las más constantes que nos acompaña en la lectura de la nueva novela amazónica escrita por Gerald Rodríguez Noriega, quizás uno de los escritores que ha decidido dedicarse al oficio con profesionalismo y ser un autor militante de aquello que es muy difícil de lograr: mentir con conocimiento de causa.
En otra oportunidad nos sumergiremos en el recorrido de personajes como Viarizú, Mutsapirika, Maísangar, la madre de los demonios, Amaska, la madre de los poderes o Igwirami, aquella madre de todos los espíritus del bosque en el ambiente kukama del que tanto tenemos que aprender. Esos son terrenos donde el autor se mueve con una destreza creativa que el lector no sabe dónde se inicia o termina lo divino y mitológico. Hablemos de los hechos y personajes sustraídos de la realidad con los que el autor nos lleva a períodos distintos y hechos inverosímiles que no por colisionar con la realidad dejan una certeza literaria muy pocas veces lograda en la creación oriunda amazónica.
Benjamín Saldaña, Magda, Julio César Arana, Armando Normand, Miguelina Acosta Cárdenas, Abimael Guzmán Reinoso, Carlos Rey de Castro, Rómulo Paredes, Juan Aymena, son personajes que nos acompañan en todo el libro aún cuando no todos tienen una presencia permanente. La Chorrera, Lima, Ayacucho, Cerro de Pasco, Londres, Biarritz, El Putumayo e Iquitos son escenarios de los que se vale Gerald Rodríguez para evidenciar una violencia permanente de todos lados. Desde la Amazonía y fuera de ella. Desde el Estado y contra el Estado. Y en esa creación que le ha tomado más de un lustro el novelista Rodríguez nos miente, como debe ser, con conocimiento de causa.
Así junta a Miguelina Acosta Cárdenas con Benjamín Saldaña. Ambos no han coincidido en el tiempo que los tocó vivir. Sí, sin embargo, en la defensa de los derechos humanos. Una hija de caucheros pionera en cuestiones de igualdad y equidad, el otro “nacido en una hacienda cerca de una quebrada en Alto Porcón, donde terminan los extensos pajonales de la jalca, producto de un matrimonio esclavo. Él también nació esclavo, visto siempre como indio, eso lo llevó toda su vida como una condena”. Más coincidencias y divergencias históricas se encuentra en la novela que, luego de una primera lectura de principio a fin, uno ya puede hacerlo salteando por los capítulos de acuerdo a los hechos y personajes preferidos.
Nos hemos salteado, por (mal)formación profesional quizás, entre capítulos para seguir el hilo de Benjamín Saldaña sin perder de vista a Juan Aymena, ese nativo que fue llevado a Inglaterra por la familia Arana Zumaeta y luego regresado como un proyecto de vida fallido que pretendía convertirlo en profesional. Y con Saldaña hemos creído recrear o vivir en esos pocos años que el periodista desde la serranía llegó a Iquitos con su anarquismo -condición inevitable de todo periodista- para en pocas páginas provocar muchas reacciones en su contra. Y en esa recreación del espacio y tiempo me ha conmovido por su inmortalidad una descripción del ambiente donde Julio C. Arana festejaba sus logros y que el autor describe a Iquitos como poblada “por gente muy diversa, como los descendientes de españoles, comerciantes sin mucho auge en la explotación del caucho y de la industria naviera, que tenían el orgullo de llevar el linaje europeo. También estaban los portugueses y brasileros que llegaban para aprovechar el auge de la producción del sombrero de paja o sombrero panamá. Y qué decir de los judíos sefardíes de Marruecos y el Mediterráneo. Eso era Iquitos. Y ellos se sentían amos y dueños de la Amazonía. Todos se aprovechaban de lo que la selva los ofertaba”. ¿Así era Iquitos? Sí, literal. Literaria en la mente de Gerald Rodríguez y real en la vida cotidiana de estos tiempos.
Al regresar de Matanzas hacia La Habana nos persiguen varios demonios. Al evocar a Matanzas, nombre con mucho simbolismo en las caucherías amazónicas, los demonios siguen su persecución. Ojalá esta novela tenga la repercusión que se merece no sólo porque describe a Iquitos de antaño que, social y económicamente, se parece tanto a la ciudad de hoy sino porque durante su lectura se comprueba que no hay mejor manera de inventar una realidad que con conocimiento de causa. Mentir, desde la literatura, para inventar una realidad que siendo pura ficción nos permite una reflexión perpetua sobre lo que fuimos y pretendemos ser.