CURÁNDOSE EN SALUD

Javier Vásquez

Perdonen que hoy no escriba sobre un tema médico el día de hoy, pero es que ha muerto mi madre, la Sra. Goyita, el Viernes Santo, a los 88 años de edad, después de llevar una vida limpia, fructífera y trascendente. Quiero hacerle un pequeño homenaje con algunos recuerdos que se me aparecen desde la nebulosa de la memoria.

Cuando éramos pequeñines todos los hermanos, nos aplicaba anualmente, y con una exactitud de reloj suizo, la dosis consabida de aceite de ricino que nos hacía pasar con medio vaso de jugo de naranja para disimular el sabor pues estaba convencida que era el mejor antiparasitario sobre la tierra. Cualquier intento de evasión o huida de nuestra parte era inútil ante su obstinada decisión.

Otro hecho que despertaba en nosotros un miedo cerval  era la también anual aplicación de enema de malva y otras infusiones “para limpiar el estómago”, como ella decía. Creo que este tormento nos duró hasta que yo cumplí los once o doce años. Mis hermanos eran mucho menores y el último de todos, al que le llevo 12 años, no llegó a pasar por esa espeluznante experiencia. Ahora que ocasionalmente veo esos aparatos para aplicar los enemas en casa, con esas cánulas finísimas, me trae inmediatamente el recuerdo de mi mamá.

Algo que nos gustaba a todos era cuando ella se sentaba en el suelo del patio de la casa y nos leía cuentos clásicos. Era fascinante, nos transportaba a mundos fantásticos, muchas veces inimaginables. Creo que esa costumbre contribuyó a que fomentara en nosotros el hábito de la lectura que todos mantenemos en la actualidad.

Otro hecho era cuando regresábamos presurosos del colegio a las 12 del día, ya que esa época se estudiaba en horario partido, teniendo clases también en la tarde, para escuchar los cuentos infantiles que transmitía Radio Mariana, que ya no existe.

Cuando estábamos en secundaria siempre nos acompañaba a hacer las tareas, no recuerdo un solo día que no lo hiciera ni tampoco un solo día que se enojara seriamente. Todo, aun exigiéndolo soterradamente, lo hacía con una calmada dulzura. Creo que ello ha contribuido en nosotros a ser tolerantes en mucha situaciones de la vida.

Lo que recuerdo nítidamente es su exigencia, con mayúsculas, que todos fuéramos a estudiar nuestra profesión en Lima, el presupuesto solo alcanzaba para matricularnos en una universidad pública. Uno de nosotros quería quedarse a estudiar acá, pero le exigió ir a Lima. “No quiero que algún día me reproches que tus hermanos tuvieran esa oportunidad y tú no” le dijo y terminó con la petición de mi hermano. Los tres mayores estudiamos en San Marcos y Villarreal y el menor en una universidad particular de Lima, pero en esa oportunidad le costeamos los estudios los hermanos mayores que ya éramos profesionales.

Su mayor tranquilidad y satisfacción fue vernos profesionales, luego formando nuestros hogares y mucho después ver nacer a sus nietos a los que adoraba sin excepción.

Ella perdió a su esposo hace 19 años, pero era una mujer fuerte y pudo llevar esa ausencia con tesón y resignación cristiana porque era muy creyente. Se aferró a sus hijos, a sus nueras y sus nietos.

Muchos recuerdos se agolpan, evidentemente la muerte no hace a una persona ni mejor ni peor de lo que fue, pero yo estoy convencido que, esencialmente, fue una muy buena persona con todos. Me emocionó ver el cariño que le profesaron sus excompañeros de trabajo, sus exalumnas durante su velorio. Ella seguirá siempre viva en nuestros pensamientos y su recuerdo nos ayudará a ser cada día mejores personas, tal como siempre lo quiso.