– Estación final, de Pedro Coya
Peruanos después de la barbarie
La presentación del libro Estación final, de Hugo Coya, realizada la noche del viernes pasado en el auditorio del hotel “Victoria Regia”, fue para el público una entrada en los suburbios de la barbarie, en la perpetua noche del horror. Porque era la noticia escrita, después de décadas, de que peruanos y peruanas fueron víctimas del genocidio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Esas víctimas permanecían en el páramo del olvido, en la árida zona del anonimato. Desde luego, son ahora apenas una gota de agua en el mar del holocausto judío, pero son también vidas aniquiladas en la maquinaria del crimen impuesto por el delirio racista, autoritario y homicida, de un líder desquiciado que se creyó con permiso divino para acabar con una parte de la humanidad.
El libro, escrito con desgarrada sencillez, apela al testimonio directo de los que sobrevivieron al terror y muestra así las heridas que no han cicatrizado pese al paso de los años. Esas páginas se convierten entonces en una biografía del mal, en relatos de una barbarie monumental que en su tenebrosa expansión alcanzó hasta países que parecían neutrales, lejos del teatro de los hechos. Los acontecimientos narrados, los testimonios de parte, en verdad hielan la sangre, destrozan los nervios, porque son evidencias de la capacidad monstruosa de aniquilación a la que pueden llegar ciertos hombres apresados por una creencia, un dogma.
El escalofriante nazismo parece hoy lejos, pero la barbarie que ocasionó, las víctimas que originó, todavía sale a la luz cada cierto tiempo. Entre nosotros corre la versión de que algunos nazis se ocultaron en la espesura donde cambiaron de nombre y se volvieron seres apacibles, ciudadanos sosegados, lejos de la locura de la tortura, el crimen. Pero los nombres que aparecen en el libro de Coya sufrieron los tenebrosos efectos de la brutal mano del nazismo en su época de auge y de esplendor. Pero algunos de esos seres, en sus declaraciones, en sus testimonios, no parecen traumatizados o aniquilados.
Ello, posiblemente, sea el mayor mensaje del libro. Porque pese a todo lo malo, pese a las pérdidas, a los sufrimientos, a las penurias, esos individuos lograron sobreponerse, consiguieron de nuevo insertarse en la vida de todos los días, como una invulnerable victoria contra los partidarios de la muerte. En esas vidas, que tanto descendieron a los abismos, no hay la obsesión del recuerdo paralizante o la noción de la venganza. Hay unas tremendas ganas de seguir en la brega de los días, demostrando que todo dolor puede ser curado, que toda herida tiene que cicatrizar.
El libro es una incursión en el pasado, en la historia, pero nos permite hacer una reflexión puntual y contemporánea. ¿Qué diferencia real y esencial hay entre un campo de concentración nazi y, por ejemplo, los dramáticos sucesos de Bagua? En ambos lugares los señores de la muerte, los partidarios del horror, salvando sus diferencias, decidieron que los otros tenían que morir. De tal suerte, que otros nazismos, sin ese nombre y sin los siniestros personajes de antes, pueden estar viviendo entre nosotros impunemente.