En los atareados, arduos y brutales días de la campaña electoral del 2021 surgió del punto rojo, del teletroka, del burdel de siempre, un aspirante a la presidencia del Perú. Era su símbolo de guerra una estatua moche en evidente posición comprometida. Era su lema una alabanza al uso y abuso del sexo a cualquier hora y en cualquier parte. Era un candidato que tenía cinco mujeres al mismo tiempo y en la misma casa, como el gallo de la huerta se enorgullecía de no mantener a ninguna y 40 hijos llevaban su apellido, aunque algunos nada tenían que ver con su sangre, sino con la del vecino. Estaba en contra del uso del preservativo, del control del embarazo, de la paternidad responsable y prometía un premio billetudo para el más grande padrillo del país.
En su loca carrera hacia palacio de Pizarro y sus cerdos no ofrecía nada, ni un triste refresco con agua, ni un sopón de mondongo fino o de costosa gualdrapa, ni un té de hoja de naranja. No cantaba como garañón, ni piaba como polluelo. De la mañana a la noche recorría plazas, calles, esquinas, puertos, haciendo ruidos de indudable filiación sexual. En las noches era frecuente encontrarle en los meretricios, bebiendo y comiendo y lo otro. Allí contaba a los periodistas que le seguían en mancha que toda su estrategia lo aprendió de un arquitecto bochornoso de nombre Fernando Paima que ante las cámaras televisivas se autonombró como mozandero o mujeriego o chibolero.
El, también, ante las cámaras de los programas locales de la tv se presentaba vestido solamente con una camisa de verano. El resto de su cuerpo era mostrado, sin falsas modestias o pudores de cura, a la audiencia para que supiera de qué se trataba. El nudismo le servía para amenazar a sus opositores con quitarles las mujeres, las hijas, las sobrinas y otros familiares con faldas hasta la última generación.