EL CÓDIGO DEL CUMBIAMBERO
Los gallardos y celosos custodios del orden y la ley, armados hasta los dientes y las orejas, las narices y las espaldas, vigilaban la loza deportiva de la barriada Carmen Alto del distrito de Comas. Era la noche de un viernes aciago y no se trataba de cuidar una contienda deportiva, resguardar un lance pelotero entre jubilados que nunca irían a un mundial, ni de cachito. Los uniformados resguardaban un estridente bailongo, un bullicioso tono. Es decir, protegían un evidente y visible delito. Pues Lima, la vieja capital del Perú estaba en plena ley seca, en legal prohibición del desborde del licor. Porque el cercano domingo eran las elecciones para reemplazar a los que fueron revocados.
Los gallardos custodios del orden y la ley no se retiraron en ningún momento de la cumbiamba y seguramente se divirtieron de las burlas y los escarnios que hizo el atrevido Chacalón junior. Éste se burlaba de los que no bebían en esa noche, proponía que esa loza era un territorio liberado para hacer lo que la daba la gana. Es posible que los custodios hasta movieron disimuladamente el esqueleto como si no supieran que esa diversión, con abundante licor de por medio, estaba absolutamente prohibido. Es decir, prestaban protección reglamentaria a un delito más grande que una catedral. Y nadie en ningún momento, ni un puntual patrullero, ni un estricto sereno, ni cualquier guachimán, se atrevió a hacer valer el imperio de la ley.
El cumbiambero de marras, que vive en realidad de la fama de su padre, se cree libre de polvo y paja, de los dispositivos, de los reglamentos, de lo que se opone a su ganancia, su propio chongo publicitario. Su código no es privado ni personal. Es el mismo código de tantos que en este país, esta región, violan a cada rato cualquier ley. Así sea la ley del más fuerte, la ley del mercado, la ley de la gravedad, y la temible la ley del hampa.