EL REINADO DE LA TABERNA (IV)
El año del reinado de la taberna en Iquitos se consolidó en 1914. La expresión más acabada, más sólida de ese dominio, fue un elixir local, un trago con todo el sabor selvático. Era el preparado conocido con el nombre casi vernáculo de Gran Licor Amazonas. No hemos probado el sabor de ese invento, por razones obvias, pero imaginamos que era para sonarse la nariz, chuparse los codos, como que era reconstituyente y estomacal. Es decir, un preparado fomentador de la embriaguez y de la curación de males. La vendía como creación propia, como invento único, el establecimiento Fábrica de licores de Altimira y Cía, cuyo director era el señor César Farrera. La empresa estaba ubicada en el malecón Orellana en los números que iban del 184 al 188. Y no solo vendía ese producto de su invención en la siempre sedienta Iquitos, haga frío, caiga nieve o estalle el calor, sino que tenía sucursales en Nauta, Contamana y Yurimaguas.
En la cotidiana vida de la urbe ese preparado local marcaba época por su presencia en las incontables tabernas que se instalaron en aquella época. Como nunca antes, en Iquitos el bar había ganado su carta de ciudadanía y se había convertido en un ámbito admitido en la vida social. El lugar exclusivo del licor, impulsado por las caras importaciones espirituosas de los caucheros, cedió paso a una especie de democratización de la tomaduría. La taberna satisfizo el consumo popular latente y fundo ese sitio de achispamiento o tertulia al borde de las botellas. Es posible decir que en ese año ninguna de las calles iquiteñas dejaban de tener su sitio de venta de licor. Ello tuvo sus consecuencias luego, puesto que agudizó el mal que ya había detectado un médico costeño: el alcoholismo. Ese fue el tema de la disertación del señor César Gordillo en el centro cultural de esa época, en cuya directiva no existía, increíblemente, el nombre de ningún cauchero.
En las calles iquiteñas de ese entonces podía faltar cualquier cosa, podía escasear algo importante, podía estallar algún sismo, pero no podía escasear la taberna. En la guía de Loreto de 1914, de donde son los mayores datos de estas crónicas espirituosas, figuran todos los bares que ya existían, y con nombre propio. La arteria que dominaba a las demás calles era la Abtao. En su seno atendían 2 tabernas y en la citada guía no figuraba ningún otro establecimiento, como si lo más importante para los que allí vivían fuera beber las 24 horas del día. Las calles Tambo, Távara West, Raimondi, figuran con una sola taberna, algo que debe haber sido motivo de burlas de los demás. Las calles que tenían más bares eran Próspero y Pastaza debido a la extensión y la concentración de comercios. Pero la que reunía mayor cantidad de bebedores en su seno era la calle Omaguas, puesto que figuran 5 tabernas entre los 9 establecimientos citados.
Los propietarios de esos santos lugares, en la mayoría de los casos, eran los chinos avecindados, los que iban a sufrir lo suyo durante la rebelión comandada por el capitán Guillermo Cervantes. El chifa todavía no existía con su sabor peculiar y su culinaria que venía de varias fusiones y que iba a conquistar el paladar de los iquiteños. Los orientales eran una minoría en aquella urbe y se dedicaban a la venta de licores formando una especie de mayoría espirituosa. Las tabernas se vinculaban a apellidos venidos de lejos como Achud, Chong, Ayon, Achong, Cam Cuy, Jong Jung, Wong y otros. Pocos nombres y apellidos que regentaban bares no eran orientales.
La expansión de la taberna suprimió el espacio cultural en su seno. Beber y hacer arte se acabó por entonces. El bar la Constancia, propiedad de Puig y Altimira, ubicada en Próspero del 12 al 18, tenía sus tragos en venta y también atendía a su clientela con dulcería, con salón de billares, con desayunos, con cafés y con lunchs
-así dice en la propaganda contratada-. O sea el parroquiano de esos años perdidos podía beber a sus anchas, comer con buen diente y dar cuenta del postre con absoluta normalidad. Algo impensado en estos días donde el bar es solamente bar. La máxima combinación que existe es la del bar en la bodega como complemento del establecimiento.
Los habituales parroquianos que frecuentan las tabernas de ese tiempo podían sentirse cómodos en el consumo del otro vicio social. Porque sin darse ínfulas de importadores de marcas cosmopolitas, de ufanarse de fumar cigarros finos, podían adquirir tabaco del comercio S. Rodenas y Cía, ubicado en la calle Próspero del 84 al 90. Allí se fabricaban cigarros de las marcas la cruz roja, la cubana, monumento loretano, inventos locales que hablan del espíritu emprendedor de ciertos propietarios, de algunos empresarios. Cada cajetilla iquiteña tenía 16 cigarros y la empresa aceptaba pedidos de varios lugares de la hoya selvática, y ofrecía gangas a la hora del pago.
En la urbe del dominio de la taberna, en ese tiempo, había 3 librerías: Tomás Bartra e hijos, ubicada en calle Belén; T. Mesía y Co., sito en Próspero No. 165; y Mosquera y Hnos., situado en Próspero No. 16. En esa misma ciudad había 4 periódicos: El Comercio, El Heraldo, El Oriente, La Razón, y un semanario, El Latero. Había pocas fábricas: de hielo, de aguas gaseosas. Había más abogados que sentimiento. Pero había más tabernas distribuidas como en un laberinto del cual nunca más iba a salir la ciudad oriental.